A finales de la primavera de 2023 volverán a celebrarse elecciones municipales en toda España. La mayoría de municipios cuentan con cierta estabilidad política en sus ayuntamientos. Algunos de los importantes, sin embargo, viven con desasosiego cuál será el desenlace de esas votaciones por la propia gobernabilidad de la localidad, pero también por la dimensión que excede a la propia ciudad.
Las dos grandes capitales españolas tendrán un plus de interés en esos comicios que están a poco más de año y medio. En Madrid, con un PP en fase de recomposición, deberán sustanciarse cuáles son los liderazgos dentro del partido y si José Luis Martínez Almeida mantiene el tirón que logró durante la fase dura de la pandemia, cuando fue visto como un alcalde sin pretensiones y con gran conexión ciudadana. El navajeo cruzado entre Isabel Díaz Ayuso y Pablo Casado puede afectar de pleno en la candidatura conservadora, que gobierna en una compleja coalición después de que Más Madrid fuera la formación política que obtuvo más concejales.
Si la resolución del caso madrileño es interesante, también lo es el barcelonés. Ada Colau agota su mandato y tiene agotados a los ciudadanos, e incluso a sus votantes. El pacto de gobierno con el PSC es la única muleta que le queda a la alcaldesa podemita para proseguir con la vara de mando hasta 2023, e incluso eso no está garantizado.
Lo que hagan todos los partidos en la capital catalana será de inmensa importancia. Conocer cuáles serán los candidatos finales a la alcaldía en nombre de cada formación es todavía una incógnita, además de un elemento de debate permanente. La más comentada es la posibilidad de que el PSC insista en mantener a Jaume Collboni en la cabeza de la lista electoral. En la propia organización se barajan otras estrategias que no ven la luz porque el mandamás del grupo, su todavía secretario de organización, Salvador Illa, está emperrado en no mover ninguna ficha del tablero hasta que se aproxime la cita con las urnas. Barcelona en Comú debe decidir si presenta de nuevo a Colau, que es su principal marca electoral, por si esa vía les permite retener el gobierno municipal a base de algún acuerdo con ERC u otros. No importará que deban reformular sus estatutos (como hicieron antes con el acuerdo salarial autoimpuesto) para que, en vez de dos mandatos, sus líderes puedan alcanzar mayor permanencia en la sala de plenos.
En el caso de ERC tienen también un lío. Ernest Maragall insiste en que es más joven que Joe Biden y que quiere continuar. Algo parecido sucede con Elsa Artadi y Junts per Catalunya, aunque la concejala estará, sin chistar, a lo que diga Waterloo tras comprobar cómo avanza la demoscopia preelectoral. Ciudadanos puede tener dificultades para mantenerse en el consistorio y, en el caso del PP, todo dependerá de cómo se resuelva la crisis nacional. El líder catalán del partido, Alejandro Fernández, no es muy partidario de que siga Josep Bou después de todos los desplantes e insumisiones que ha tenido el singular empresario durante el tiempo que lleva en política local.
Pero si las municipales son importantes por sí mismas, también lo son si se incardinan en la política autonómica. Los independentistas llevan años disputándose el territorio de la Cataluña interior, donde históricamente CiU era la fuerza dominante en pequeños y medianos municipios, por tanto, también en las diputaciones provinciales. Las escisiones de los posconvergentes han dejado un mapa en el que el PDECat posee alcaldías relevantes y Junts aspira a quedarse esos espacios con el permiso de ERC.
En muchos municipios, los republicanos han relevado a los de JxCat. Sin duda, Sant Cugat del Vallès, por su riqueza y simbolismo, es el mayor de todos ellos. Hoy está en manos de ERC. Con la presidencia de la Generalitat como bandera, el partido de Pere Aragonès y Oriol Junqueras intentará colocar a sus mejores candidatos en aquellas localidades donde el nacionalismo pueda obtener réditos. Muchos serán de origen filoconvergente.
Esa disputa del poder local no es ajena tampoco a la crisis nacionalista en el Govern de la Generalitat. Los pupilos de Carles Puigdemont harán todo lo posible por boicotear a sus socios actuales para evitar que ocupen su tradicional espacio político, pero no romperán la cuerda hasta, al menos, los próximos comicios locales. No están sus finanzas para lanzar cohetes y su ruptura y salida del Consell Executiu para subrayar esas crecientes diferencias tendrá lugar en el 2023. Será bien pegado a las elecciones, de forma que puedan seguir manejando recursos públicos con los que contribuir al proyecto y a la próxima campaña.
Queda todo el resto de este año y el siguiente en el que el cainismo nacionalista dará buenas muestras de su grado de confrontación actual. La mesa de diálogo será a buen seguro un elemento de permanente disputa, la ampliación del aeropuerto de El Prat, los medios de comunicación públicos… pero se abrirán otras grietas sobre las cuales escenificar las diferencias de criterio ante los electores en una especie de campaña permanente estimulada de forma principal por Puigdemont y su séquito de adeptos.
Con ese contexto en Cataluña, a ERC le puede convenir en algún momento soltar el amarre de su pacto con Pedro Sánchez. La política española también atravesará tiempos difíciles si los aliados catalanes se descuelgan. Habrá que ver cuánta contaminación se traslada de Barcelona a Madrid y viceversa, pero lo cierto es que salvo sorpresas y pequeños retoques cosméticos en los partidos todo continuará más o menos igual hasta 2023. Con las elecciones locales como detonante, ese año tiene la pinta de ser el momento en el que se avivará la convulsión política. No nos sorprendamos: por cansino, mediocre y preocupante que pueda parecer el actual contexto, aún es susceptible de empeorar.