Hubo un tiempo en que las pocas esperanzas de superar el procés pasaban por las buenas relaciones entre Oriol Junqueras y Soraya Sáenz de Santamaría (operación diálogo) y, más recientemente, por las complicidades entre Pere Aragonès y Pedro Sànchez --“es más fácil entenderse con el PSOE que con el PSC”, decían en ERC--. Los republicanos, cosa extraña, se convirtieron en los alumnos aventajados del democristiano Josep Antoni Duran i Lleida, hábil negociador, en eso de mediar con el Estado.
Un referéndum de independencia y dos elecciones catalanas después volvemos a la casilla de salida, esto es, a un gobierno cuyo objetivo es lograr la secesión. No importa cómo ni cuándo. No hay hoja de ruta, ni fechas límite, lo cual puede ser interpretado como una buena señal para quienes están hartos de tanta confrontación política y social. Al contrario. ERC y Junts per Catalunya lo han dado todo por el poder, esto es, por retener sus cargos en la Generalitat. Unos más que otros, pues los republicanos ceden la gestión de lo que realmente importa a los catalanes, es decir, la superación de la crisis sanitaria y económica. JxCat, es cierto, aparca la unilateralidad y el pretendido liderazgo de Carles Puigdemont. Pero ello no significa que el procesismo se acabe y, ante la perspectiva de nuevas elecciones en dos años --el plazo que se han dado Junts, ERC y la CUP para monitorizar su acción de gobierno--, ambos partidos están condenados a celebrar nuevos días históricos en forma de declaración soberanista e iniciativas legislativas para mantener viva la llama de la identidad y la secesión.
Así lo contempla el acuerdo de gobierno firmado por los socios de coalición. Del mismo se desprende que la independencia puede esperar --puro procesismo--, efectivamente, pero también la desconfianza que genera esa mesa de diálogo que ERC utiliza como fin, mientras que Junts solo lo considera un medio sin resultados hasta el momento.
Los socios de Govern no se pueden permitir afrontar las municipales de 2023 y mucho menos un previsible adelanto electoral autonómico, sin avances en la implementación de la "república catalana". Pere Aragonès ha demostrado, así se lo confesó a Salvador Illa (PSC) en una breve reunión mantenida semanas atrás, que no puede desvincularse de JxCat, pues la diferencia de votos ahora es mínima. Que no está preparado para que le acusen de traidor --¿fue el escrache ante la sede de ERC determinante en el pacto con Junts?-- y que es pronto para pedirle a las bases un giro ideológico donde la política social y progresista esté por encima del eje identitario.
Hubo un tiempo, como decíamos, que ERC amagó con un vuelo en solitario sin los neoconvergentes, donde el horizonte fuera la gestión de los problemas reales, la lealtad institucional y la negociación con el adversario político si así lo exigían las necesidades de los catalanes. Esquerra prometía “ensanchar la base” y todos entendimos que se refería a aplicar un soberanismo posibilista, pragmático e integrador. Pero en realidad, lo único que ha buscado Aragonès es ensanchar el poder independentista con un nuevo pacto con sus ami-enemigos de JxCat, al que ahora se ha sumado la CUP.
El sueño húmedo de algún sector de ERC, por lo visto minoritario, de gobernar con los comunes, con el apoyo del PSC --pues hasta el ultimo momento confiaron en esa posibilidad--, se evaporó y ahora solo queda un Ejecutivo en manos de gestores liberales business friendly, vigilados por los antisistema. Una bomba de relojería.
Por su parte, Junts también ha engañado a sus votantes con un acuerdo que aplaza sine die la independencia, pero que les permite retener centenares de cargos en una estructura administrativa que dominan desde hace años. Porque, en un momento de crisis, ¿qué empresa puede igualar los sueldos cienmileuristas que ganan algunos directivos de la Generalitat? Los neoconvergentes, eso sí, ahora tienen mando en plaza diplomática, pues controlan Acción Exterior, lo que les permite no solo diseñar una estrategia a la medida del fugado Puigdemont, sino vender la causa secesionista como una cuestión de derechos humanos. Algunos de sus dirigentes –Joan Canadell, Josep Costa-- se tendrán que envainar su admiración por las políticas de Isabel Díaz Ayuso y Donald Trump. O no. Mientras que la todavía aspirante a liderar el partido, Laura Borràs, pierde la oportunidad de acudir de nuevo a las urnas como candidata, como pretendía una parte de la militancia de JxCat. Tendrá que conformarse con una presidencia del Parlament que, según confesó ella misma, no era su prioridad.
¿Pero realmente satisface a alguien este nuevo gobierno de coalición?