Nuestro políticos tuitean por encima de sus posibilidades. Es más, han encontrado la vía perfecta para ahorrarse explicaciones mediante 280 caracteres, muy llamativos, eso sí, pero que ni invitan a la reflexión de los enemigos ni alientan el espíritu crítico de los amigos. Es lo que tiene escribir con brocha gorda: es rápido y fácil, pero poco aporta al ciudadano. Twitter, lo sabemos todos, es puro activismo. Pero si ya es difícil que un cargo público distinga entre su papel institucional y el agitprop de su partido, en esta red social entra un otro factor en la ecuación que lo dispara todo: la confusión entre la persona y el personaje público.
Todo esto viene a cuento de la decisión de la alcaldesa Ada Colau, de cerrar su cuenta de Twitter. Hasta ahí bien. Está en su derecho. Nadie está obligado a ser usuario de una red social que aporta información, sí, pero a menudo es fruto del gatillo fácil, del calentón, de la mala baba. El problema de Colau es que no ha sabido distinguir entre crítica –legítima, necesaria, democrática… -- y odio –haters, robots, activismo…--. La gestión de la alcaldesa de una capital como Barcelona está sometida, como no podía ser de otra manera, a la lupa mediática y política. Y su deber como cargo público, es diferenciar, por ejemplo, el periodismo de denuncia del activismo bizarro. Y ahí están sus posts en Facebook en los que arremete contra medios de comunicación como Crónica Global, incurriendo así en la misma mala praxis que asegura sufrir: la de extender sospechas contra quienes no le son afines.
Dice que se borra de Twitter porque hay bots pagados por la extrema derecha. Seguro que es así, aunque también los hay, y muchos, financiados por el independentismo, que han sido demoledores con la primera edil, aunque nada dice de ellos en su despedida. Del bizarrismo secesionista muchas cosas se pueden decir también, pero lo más indignante es el doble rasero que tienen los partidos que gobiernan Cataluña con la libertad de expresión de sus palmeros. Dirigentes como Carles Puigdemont o Laura Borràs se dedican a bloquear a todo aquel que discrepa con su ideario rompedor. No hace falta incurrir en el insulto: si un ciudadano intenta aflorar las debilidades de la nueva Convergència, tiene muchas posibilidades de ser vetado en el perfil de esos políticos que tienen o se arrogan responsabilidad de gobierno, mientras ellos se dedican a retuitear o marcar como ‘me gusta’ aquellos comentarios patrióticos o afines a la causa.
Colau sabía desde hace tiempo, porque está claro que le gusta eso de las redes sociales –ella es youtubera y su partido está en TikTok--, que Twitter es una jungla donde personas con mucho rencor y desprecio –anónimas o no—se aprovechan de la distancia virtual para escribir lo que nunca se atreverían a decir en persona. Javier Cercas también lo sabe, pero a diferencia de la alcaldesa, nunca se ha prodigado en redes sociales. Pero ello no ha impedido que el escritor catalán haya sufrido estos días el linchamiento de los intolerantes que han convertido el independentismo en un dogma de fe. Son los mismos que han insultado a Colau en muchas ocasiones y que ahora embisten contra un autor que escribe en castellano y que se permitió cuestionar el procés nada menos que en TV3.
Lejos de arrugarse, Cercas ha dado la cara, algo a lo que tampoco está acostumbrado en fanático secesionista, y anunció que se querellaría contra los responsables de la divulgación de un vídeo manipulado en el que presentaban al escritor como un instigador de la intervención militar en Cataluña. Diputados de JxCat como Cristina Casol o Aurora Madaula –premiada con la secretaría segunda del Parlament tras asegurar que no soporta oír hablar en castellano en la Cámara catalana—contribuyeron a hacer circular el bulo. Hasta que la cuenta de Twiiter instigadora desapareció, por lo que, de momento, Cercas suspende las acciones judiciales.
¿Muerto el perro se acabó la rabia? Se equivoca Colau si cree que con su espantá evitará las críticas.