Hay historias empresariales muy suculentas. Es el caso de la Empresa Nacional de Electricidad, SA creada en 1944 por el Instituto Nacional de Industria (INI) y cuyas secuelas la llevaron a convertirse en la actual Endesa. La firma nació como tantas empresas por la iniciativa estatal. Se agrandó con la adquisición de negocios eléctricos privados en Aragón (ERZ), Andalucía (Sevillana), Cataluña (Fecsa y Enher), Canarias (Unelco) y Baleares (Gesa). Después se privatizó en los tiempos de la desregulación aznariana del mercado energético. Lo sorprendente es que su fisonomía 76 años, 3 meses, y 12 días después de su fundación es la misma: pública, pero italiana.
Uno de los hitos clave en la historia de la eléctrica se produjo en septiembre de 2005, cuando el malogrado Salvador Gabarró lanzó una opa hostil desde Gas Natural para adquirirla. Era una apuesta de capital nacional que no fue bien recibida por algunos sectores políticos del país, más allá de la mera cuestión de precio. Manuel Pizarro, con la Constitución en la mano y desde la presidencia de Endesa, se convirtió en el defensor de la independencia de la compañía. José María Cuevas, que era el rector de la CEOE en aquellos momentos, acuñó una frase que hizo fortuna: Gas Natural había lanzado “una opa a la catalana”. Era una forma de subrayar el tópico de la racanería catalana.
Gas Natural perdió (luego ya se compró Unión Fenosa) y el país, dirigido por un bisoño Rodríguez Zapatero, también. Pizarro buscó un caballero blanco para defenderse y lo encontró en la alemana EON. Los germanos hicieron una oferta más sugerente que los catalanes en términos de precio, pero a la par Acciona --ayudada financieramente por Emilio Botín-- se alió con la italiana Enel y puso sobre la mesa la tercera proposición. El embrollo fue de tal calibre que acabó desempatándose en un pacto por el que los alemanes se llevaban trozos del negocio fuera de España y Electra del Viesgo. Acciona se quedó con todas las energías renovables (unos 8.000 millones de 2009) y Enel obtuvo la propia Endesa.
Enel (fundada en 1962 con el nombre de Ente Nazionale per l'Energia Elettrica) ha comandado Endesa con la distancia lógica de un grupo extranjero que tiene una participación dominante del Estado italiano e interés por recuperar su inversión.
Borja Prado (el hijo del que fuera administrador privado de Juan Carlos I), en primera instancia, y José Damián Bogas, en la actualidad, son los ejecutivos a los que la propiedad italiana trasladó el encargo de pilotar con eficiencia su inversión. Y, vaya si lo hacen. En la década transcurrida, los italianos tienen casi amortizado su desembolso. Tan diligentes han sido en cumplir con el partícipe del país vecino que Endesa ya no solo ha dejado de ser una empresa comprometida con el territorio donde conserva su negocio, sino que vive un proceso de vaciado a velocidad de vértigo.
En los últimos días ha presentado los números relativos al ejercicio 2020. Aunque la parálisis de la pandemia ha reducido los ingresos de 20.158 a 17.560 millones de euros, el EBITDA (que mide la eficiencia de los resultados operativos de una empresa) es prácticamente idéntico al año anterior. Al final, el beneficio neto de la empresa ha sido de 1.394 millones de euros. Y, con esos números, Bogas y sus patrones italianos deciden repartir 2.132 millones entre los accionistas. Para que se hagan una idea, solo Enel ingresará 1.495 millones.
¿Qué pasa cuando una empresa reparte más dividendo que beneficio obtiene en el desempeño de su actividad? Pues que tiene que pagarlo con cargo a sus fondos propios acumulados, es decir que se descapitaliza, se despatrimonializa, llamémosle como nos plazca. Eso es lo que los italianos están haciendo con Endesa de forma recurrente durante los últimos tres años. En 2018 se repartieron 94 millones más de los ganados; en 2019 fueron 1.391; y en este último 2020 la rapiña ha sido de 738 millones.
Que una empresa mire de reojo a los territorios en los que están situados sus principales mercados, que deje de apostar por el compromiso con la proximidad, tenga escasa excelencia en el suministro y utilice la responsabilidad social como mera propaganda contemporánea es lo que hace que triunfen determinados populismos. No es que las Colau de turno tengan razón --muchas y muchos no saben ni leer un balance--, pero no es de recibo que los españoles estemos pagando de los presupuestos públicos un dineral para subvencionar las operaciones de Endesa en los dos territorios insulares y que esa cifra coincida casi al 95% con el dividendo que Enel (en parte el estado italiano) obtiene de su filial. Para hacernos una idea: Endesa ha ingresado en 2020 unos 1.459 millones de euros en subvenciones por Canarias y Baleares. Su socio italiano, el de control público, se embolsará 1.495 en el mismo año. No es nacionalismo empresarial, es pensar en las razones que llevan a los extremismos a pedir nacionalizaciones y otras medidas igual de severas con algunos gigantes del capital.
Bogas y su equipo deberían reflexionar sobre si conducen su compañía con lógica en el momento actual. Si la descapitalización creciente, la distancia con sus mercados, el centralismo de su gestión y los excesos retributivos a sus accionistas no son rayanos en una suerte de avaricia impropia de un sector tan estratégico y una compañía con tantos años de historia en España. Preguntarse, quizás, si esa gestión empresarial de los últimos tiempos es la más apropiada para satisfacer a sus clientes, empleados y proveedores; al ecosistema de la eléctrica, en definitiva. De momento, el accionista no debería de tener queja, pero que no se lamente después si algún coletas se mira los números y las actuaciones de Endesa detenidamente. No vale solo con los pronunciamientos públicos del CEO en los que dice compartir la filosofía del Gobierno en términos de lucha contra el cambio climático. Quizá convenga más actuar con coherencia. Porque, ¿a los italianos no merece la pena pedírselo, verdad?