Estamos a dos meses de las autonómicas catalanas. El clima preelectoral guarda relación con el hastío de la opinión pública: agotamiento pandémico. La desmovilización que se prevé y detectan algunos estudios demoscópicos puede resultar mayúscula, sobre todo si se compara con la alta participación cosechada en 2017, cuando tras la aplicación del artículo 155 de la Constitución se intervino la administración autonómica y se llamó a las urnas.
La ciudadanía catalana se presenta ante esta llamada democrática con una certeza y un par de incertidumbres. Lo que está claro es que el nacionalismo seguirá dominando el resultado final, que los bloques no se han modificado y los soberanistas seguirán teniendo más diputados en el Parlament de los que sumen las fuerzas constitucionalistas gracias, sobre todo, a una legislación electoral que pondera más el voto en determinadas plazas de la Cataluña interior, rural y más secesionista.
En el terreno de la incógnita, las dudas principales son si el PSC de Miquel Iceta y Salvador Illa puede recuperar una parte importante del apoyo que llevó a Ciudadanos a ganar en 2017 y quién logrará la primera plaza entre los independentistas. La estrategia socialista es definirse ante el elector más por utilidad y decantación que por un programa electoral y una actitud política de liderazgo social. Se beneficiarán, y no poco, de la pregunta que sobrevuela al ciudadano de centro y no nacionalista: ¿a quién votar ante este panorama?
Junts per Catalunya y Esquerra Republicana (ERC) mantienen, además, una disputa por la hegemonía del espacio nacionalista. Ambas formaciones están en fase de transformación y redefinen sus espacios políticos sobre la marcha. El partido de Carles Puigdemont es el heredero nominal de Convergència, pero de aquel conservadurismo solo se mantiene incólume la emotividad romántica del nacionalista, las corbatas y los tacones. El resto de su ideario parece secuestrado del batasunismo más radical, con un sutil recambio generacional en los liderazgos.
Entre las filas republicanas han advertido algo que el PNV descubrió años ha y que Fernando Savater recuerda en esta entrevista: la independencia es un problema para quien la ejerce, mientras que el independentismo siempre es un inconveniente para el contrario. Y ahí andan intentando centrarse en lo político, jugando a la gobernabilidad de España e infiltrándose por la Cataluña municipal con el objeto de extender su poder territorial como hicieron antaño Jordi Pujol y los suyos. El cambio de ERC es una tregua posibilista, pero jamás una renuncia a su voluntad última de separarse de España.
Cuál será la correlación de fuerzas el 14F entre los dos partidos soberanistas resultará determinante. No tanto por la más que probable gobernación conjunta, sino por el liderazgo de ese espacio y la futura presidencia del Ejecutivo catalán. Hasta la fecha, las encuestas dan a ERC la primera posición, pero sin ventaja suficiente para desembarazarse de sus actuales socios. Su líder en prisión resulta útil para luchar contra el sentimentalismo que esgrimen los de Puigdemont, permite pasear a un beato y mártir de la causa, pero en ocasiones colisiona con la voluntad de atemperar los postulados radicales de las bases y liderar desde el pragmatismo gobernante.
El cainismo en el que viven ambas formaciones genera episodios próximos al paroxismo. Pocas veces un gobierno de coalición ha ejercido sus funciones con tantos navajazos, parálisis e ineficacia como el presente. La caótica gestión de la pandemia, en la que ERC acumula graves errores y algún cadáver político, ha puesto de manifiesto que durante meses los independentistas se han comportado como idiotas en el sentido que los griegos le asignaban: aquel que solo se preocupa de sí mismo. No ha conseguido la formación republicana algo que Oriol Junqueras pretendía, convertirse en unos gobernantes ordenados y pulcros con independencia de sus creencias.
Desde hace semanas, el constitucionalismo anda más enfrascado en contemplar las peleas intestinas de sus adversarios que en la construcción de una alternativa. La frustración que produjo la estampida de Ciudadanos tras su victoria en diciembre de 2017 no ha podido olvidarse y la descomposición de la formación de Inés Arrimadas es un hecho incontestable. PSC y PP avanzan con estrategias propias y sin posibilidad de ensamblarse por el contexto político español, mientras Vox puede aprovechar una parte del descontento para acceder al Parlamento catalán gracias a aquellos constitucionalistas hastiados que votarán con la misma pulsión sentimental y de rebeldía ultra que la de sus contrarios nacionalistas.
El independentismo anda a mamporros entre otras razones porque el constitucionalismo no está organizado como frente político y dejó de ser un rival serio. Se saben ganadores y en condiciones de conservar el poder político unos años más, lo que hace más sustantivo la disputa por la primacía. Basta con echar un vistazo a lo que ha sucedido en el País Vasco y comparar como el PNV y EH Bildu se enfrentan por esas mismas razones en un contexto donde lo importante resulta siempre conservar las instituciones, del tipo que sean, bajo control. Que al PNV le inquieten los coqueteos de Bildu con el gobierno de coalición entre PSOE y Podemos en Madrid no dista demasiado de la batalla entre Junts per Catalunya y ERC. Al final, la guerra abierta entre nacionalistas no deja de ser una fricción entre el campo y la ciudad, entre los conservadores más recalcitrantes y el centro derecha liberal e identitario. Ya saben, el concepto griego de la idiotez.