Algo muy gordo está fallando cuando, en plena pandemia, el uso del castellano vuelve a convertirse en moneda de cambio de los partidos políticos. La inmersión lingüística, un sistema educativo implantado hace más de 30 años para normalizar el catalán en las aulas, se ha revelado como intocable. Y también intratable, dado que es imposible abordar esa cuestión desde una perspectiva estrictamente pedagógica.
Podemos plantear la reforma de la Constitución, porque efectivamente no es sagrada. Pero cuando un padre, profesor, lingüista, asociación o cargo público osa referirse a la flexibilización de ese modelo lingüístico en las aulas, el activismo identitario y nacionalista --muy bien subvencionado, por cierto, como es el caso de Plataforma per la Llengua-- se pone en marcha y llena las calles y las tertulias para bramar contra la “catalanofobia”. El propio consejero de Educación, el republicano Josep Bargalló, tuvo que envainarse un proyecto tan razonable como aumentar las horas de castellano en centros situados en entornos con un fuerte arraigo de la lengua catalana. Incluso el PSC, que después de muchos años de complicidad con la inmersión abrió el debate sobre su revisión, tuvo que matizar sus posturas, muy en la línea de lo apuntado por Bargalló.
El pacto entre PSOE, Podemos y ERC para blindar el catalán como lengua vehicular en la educación incluye una disposición adicional que, supuestamente, permite a los centros realizar ajustes lingüísticos para garantizar que los alumnos acaban su escolarización dominando tanto el catalán como el castellano. Es decir, que cuelan una suerte de bilingüismo escolar por la puerta de atrás en la reforma de la LOMCE.
El problema principal de todo ello es que evitar equiparar ambas lenguas como vehiculares supone perpetuar el castellano como un idioma de segunda categoría e incumple la sentencia del Tribunal Supremo que obliga a impartir, como mínimo, un 25% del horario lectivo en ese idioma. Un porcentaje mínimo, pero que visto el “escándalo” que provocó en 2007 la propuesta de la tercera hora en castellano, defendida por el entonces consejero de Educación, Ernest Maragall, parece que nunca llegará a aplicarse. De hecho, un exhaustivo informe de la Asamblea de Profesores por el Bilingüismo (AEB) presentado recientemente en el Parlamento Europeo demuestra que ningún centro catalán cumple esa resolución judicial.
Por aquellas fechas, Maragall no se había sumado todavía a las filas republicanas, es decir, no había abrazado un independentismo que siempre se ha querido distinguir del nacionalismo convergente, pero que también cae en esa discriminación lingüística y cultural, con tintes clasistas.
ERC ha utilizado al castellanohablante Gabriel Rufián para penetrar en una conurbación metropolitana donde esa lengua tiene un uso mayoritario y ensanchar así su base electoral. Ayer, el vicepresidente Pere Aragonès, ponía a la hermandad rociera “de mi pueblo”, Pineda de Mar, como ejemplo de solidaridad social ante el Covid-19. Pocos días antes, su compañera de filas, Jenn Díaz, vinculaba flamenco y franquismo, abonando la tesis de que determinada cultura y lengua han sido impuestas en Cataluña por colonos enviados por el dictador. “Colonos” que abandonaron sus familias y sus pueblos para buscar un futuro mejor, aunque en muchos casos, solo encontraron trabajos precarios y se vieron condenados a vivir en chabolas.
Pero lo importante, a juicio del nacionalismo más excluyente, era que esos “colonos” vivieran y pensaran en catalán. Jordi Pujol dedicó mucho dinero y tiempo a ese objetivo --subvenciones a barrios, colegueo con Justo Molinero…--, sembrando así la semilla de la intransigencia de la que ahora recogen sus frutos partidos independentistas que mantienen las multas lingüísticas a empresas en plena pandemia y entidades como el grupo Koiné, defensor del monolingüismo y que fiscaliza cualquier palabra suelta en castellano que se cuela en TV3.
Y si siempre fue difícil abordar la utilidad de la inmersión lingüística --los mensajes son contradictorios respecto a si el catalán está en peligro de muerte o no--, durante el procés ha sido imposible. Eso sí, la citada Plataforma per la Llengua ha aprovechado la coyuntura para fomentar la delación --acoso a camareras que hablan en castellano-- y espiar a menores en el patio de la escuela para ver en qué idioma juegan, ríen o se relacionan. Bargalló se desentendió de esa infamia. Y no es para menos.