¿No echan en falta a Ada Colau? O, formulo mejor el interrogante: ¿no sorprende que la alcaldesa de todas las salsas, la actriz que acabó en política, apenas tenga presencia pública? Con lo que a ella le gusta divulgar sus pensamientos, con su natural propensión a avanzar por jardines que le son ajenos, que sus amigos del partido gobiernen en toda España le ha sellado la boca de manera sospechosa.
A nadie se le ocurriría interpretar que la locuaz Colau ha entrado en una etapa política de sensatez. Ese es un estadio todavía lejano para la alcaldesa. Tampoco es previsible que se haya fijado en el alcalde de Madrid, el conservador José Luis Martínez Almeida, a quien todos los ciudadanos, con las ideas que cada uno posea, empiezan a considerar el alcalde de España. Y no es que haya inventado la sopa de ajo, es más sencillo: se ha dedicado a trabajar a favor de sus vecinos sin populismos. Actúa ajeno a la estupidez que invade el escenario político actual, evita la crispación y hace caso omiso de otros ejemplos de su propio partido, como la presidenta madrileña, Isabel Díaz Ayuso. Almeida nos obsequia regularmente con un mensaje cabal, lo que algunos llaman la antipolítica, que suena muy bien al oído de la mayoría de la opinión pública. Nos parece una revelación de la temporada, pero si rebuscamos en la memoria era algo habitual en los líderes de la transición y de los grandes partidos.
Hasta en eso Madrid ha tenido suerte. En Barcelona, una Colau con el silencioso instalado ha cedido el protagonismo de la política local a Quim Torra y los suyos. El Govern de la Generalitat es tan lamentable y calamitoso como la propia pandemia. Como obsesos, el presidente y sus consejeros dedican el tiempo al pim, pam, fuego contra Madrid. Ni sus votantes menos fanatizados pueden creer que sean mejores capitanes de la crisis, visto el sinsentido de lo acontecido con la sanidad pública o en las residencias de mayores catalanas. Añadido, dicho sea de paso, el oscurantismo, la falta de transparencia y la hispanofobia con la que pilotan la situación.
En Junts per Catalunya siguen a lo suyo: contra el presidente socialista Pedro Sánchez, en particular, contra España en general. ERC, curiosamente, mantiene un perfil bajo, como la alcaldesa. Sólo Oriol Junqueras hizo una pequeña incursión pública para decir que el Estado (español, por supuesto) no servía a los catalanes, pero apenas dijo ni mu sobre el trabajo de dos consejeros de su partido, Salud Pública y Trabajo y Asuntos Sociales, sobre quienes ha recaído el principal marrón de esta enorme crisis y a los que hasta Torra ha avergonzado en público. Del vicepresidente económico, Pere Aragonés, poco más hemos conocido desde que conocimos su contagio. Ojalá la enfermedad no sea el motivo de su mutis.
Es lógico que no sepamos nada de Ciudadanos. Carlos Carrizosa, el dirigente que más vociferaba hasta ahora, ha estado convaleciente por el virus y de Lorena Roldán et altri nada se oye. Si Inés Arrimadas, su líder española, ha decidido darles un vuelco a los planteamientos de sus antecesores, la trentena de diputados catalanes del partido andan desnortados sobre qué discurso armar para ser una oposición útil en tierras catalanas.
Hasta aquí una descripción del estado de cosas. Ahora, una pregunta al aire: ¿cómo resolveremos los catalanes, y con quién, la salida de esta tremenda crisis?, ¿qué personas estarán realmente al frente de las soluciones?, ¿continuaremos gobernados por el mismo elenco de frikis y amateurs?, ¿Barcelona pintará algo en el mapa español después de esta tragedia?, ¿La capital catalana recuperará su vigor en lo económico, en lo social, en su dignidad ciudadana?
No es momento de perseverar sobre estas cuestiones de futuro cuando el presente aún es tan apremiante y el mañana puede ser aún peor que el hoy. Cierto, pero sí que conviene que empecemos a reflexionar sobre si la Barcelona del siglo XXI recuperará su papel en el planeta si no somos capaces de darle una vuelta a los nombres propios con los que deberá reconstruirse. La ciudad que asombró al mundo con los Juegos Olímpicos es hoy una caricatura decadente de su historia, un lugar sin el brillo ni el esplendor que la hizo envidiada y visitada. Y nadie, ni su alcaldesa, está a la altura.