Pasar un fin de semana romántico en Estrasburgo y Basilea acompañado de su esposa, pagado por todos los catalanes, y aterrizar con el tiempo justo para desplazarse a lugar de la terrible explosión ocurrida en Tarragona, no es gestionar, señor Torra. Hacerse la foto, poner cara de interés y lamentar las desgracias personales forma parte del protocolo habitual de un gobernante. Pero lo que mide la eficacia y el liderazgo de un cargo público es su capacidad de previsión. Y a la espera de que se concluyan las investigaciones, parece que los servicios de emergencias de la Generalitat dejan mucho que desear.
Lo ocurrido el martes en la petroquímica tarraconense es el típico ejemplo de reacción a golpe de titular, esto es, de la toma de decisiones cuando hay una desgracia. Y la sucedida en la empresa IQOXE lo es.
El Govern admite la necesidad de revisar los protocolos de avisos a la población, pero debe dar explicaciones sobre las últimas inspecciones realizadas, así como de las fechas en que se actualizaron los planes de emergencia exterior e interior de las empresas petroquímicas. Estos polígonos, necesarios para la industria catalana y muy especialmente para la economía local --recordemos que hay zonas de Tarragona especialmente afectadas por la despoblación--, no pueden convertirse en una bomba de relojería para las personas que viven en la zona ni para los empleados que trabajan en ellos.
Leemos el balance que hizo Torra sobre su primer año de mandato y, en negrita, aparece lo siguiente: “Mejoraremos la reorganización de la sala central de Bomberos y el CECAT (Centre de Coordinació Operativa de Catalunya) en Barcelona y Tarragona”. Una nota a pie de página en el centenar de actuaciones previstas para una legislatura nefasta para los intereses catalanes. Actuaciones en su mayoría nunca llevadas a cabo.
Extremar los controles de seguridad en la industria química y castigar con dureza las infracciones cometidas es algo que nunca ha formado parte del ADN convergente. Durante décadas, la derecha nacionalista toleró los desmanes de los empresarios catalanes porque eran el músculo económico de esta comunidad emprendedora. Después se supo que, además, contribuían a financiar Convergència mediante el pago de comisiones por adjudicación de obra pública --el llamado caso 3%--, aunque no es ese el motivo de la reflexión.
La connivencia de la Generalitat con las industrias contaminantes o que incumplían protocolos de seguridad se tradujo en los años noventa del pasado siglo en una guerra con la recién creada Fiscalía de Medio Ambiente, pues resultaba inconcebible que un empresario fuera a la cárcel. Hasta que Josep Puigneró, propietario de la empresa textil Hilaturas Puigneró, se convirtió en el primer industrial encarcelado por delito ecológico continuado.
Sirva de ejemplo aquella lucha, puramente ideológica, para evidenciar la resistencia convergente a elevar su nivel de exigencia en el ámbito empresarial. Que Torra se haga la foto en la petroquímica de Tarragona o que el consejero de Interior, Miquel Buch, hable solo para TV3 haciendo esperar hora y media a los medios locales --cortesía de su activista dircom-- no es suficiente.