Si alguien quisiera recuperar la credibilidad y la buena reputación del BBVA tendría un serio problema. La entidad que se forjó desde el País Vasco, y más concretamente desde la burguesía financiera de Neguri, ha entregado su alma en el Madrid capaz de triturar cualquier iniciativa que sea incapaz de mantenerse digna en todos y cada uno de los sentidos de su actividad: el negocio y la dimensión pública y social.
Desde que Pedro de Toledo y su banco vasco iniciara la construcción de una gran entidad de tamaño nacional han pasado muchas cosas. Por ejemplo, que José María Aznar alcanzó la presidencia del Gobierno y, a diferencia de su antecesor, pensó que era obligación de su Ejecutivo y de su partido inmiscuirse en el mundo de la empresa. No sólo colocó a un compañero de pupitre al frente de Telefónica, sino que puso a sus amigos y antiguos corredores de bolsa al frente de otros antiguos monopolios recién privatizados o en fase de hacerlo. Manolo Pizarro recaló en Endesa. César Alierta sustituyó a Villalonga en Telefónica y Francisco González, FG en el argot del business, se hizo cargo del banco público Argentaria (la suma del Banco Exterior, el Banco Hipotecario y la Caja Postal, todos ellos públicos), que acabó tomando el control del BBV.
Fue en aquel momento cuando se jodió el asunto. FG no era un tipo al uso. Ya era rico cuando llegó a la copresidencia y sólo le interesaba el poder por sí mismo. Tardó lo que un merengue a la puerta de un colegio en cepillarse al recientemente fallecido Emilio Ybarra y a todos aquellos que viniendo de Neguri habían edificado durante lustros la entidad. Es cierto, por ser justos, que les pilló con el carrito del helado: los vascos y su círculo BBVA se habían procurado unos planes de pensiones millonarios que nadie conocía (ni los accionistas, of course) y que estaban alojados en el paraíso fiscal de la isla de Jersey.
González se lanzó a la yugular de Ybarra y los suyos y tomó el control del BBVA. Con Aznar en el poder se las prometía felices. Pero llegó inesperadamente José Luis Rodríguez Zapatero a la Moncloa y desde allí se pergeñó una operación que tenía por objeto derrocarle. En ella participaron empresarios insignes, como Luis del Rivero (Sacyr) y Demetrio Carceller (Disa, Repsol, Damm…). Con el apoyo del entonces director de la oficina económica del presidente del Gobierno Miguel Sebastián se urdió un plan que tenía por objeto desalojar al amigo de Aznar de la cúspide del poderoso banco. Recuerdo como si fuera ayer una reunión que mantuvimos junto a dos periodistas más en el despacho de presidencia del BBVA en plaza Cataluña. “Si quieren sacarme deberán hacerlo con la Guardia Civil o con los pies por delante”, nos respondía González para aclararnos cuál iba a ser su postura en esa guerra que, ya les adelanto, ganó por goleada. Su olfato y algunas triquiñuelas fueron suficientes para darles un repaso a los aprendices de tiburones de Wall Street.
González fue cabalgando y estirando su mandato hasta límites grotescos. Quizá su mayor error se produjo cuando sin venir a cuento se cepilló a Ignacio Goirigolzarri, entonces número dos, y se convirtió en amo y señor de BBVA. El sacrificado Goiri, además de llevarse una pasta larga, logró concitar la mayor adhesión profesional del mundo bancario español. Hasta Isidro Fainé lo quiso para La Caixa, en los tiempos en los que quería desprenderse de Juan María Nin. Y Goirigolzarri logró ser rescatado para la profesión por un gobierno del PP, el mismo partido que encumbró a FG, pero para sanear y poner negro sobre blanco el bochorno de Bankia. Destrozo económico y de país en el que habían participado algunos de los primeros figuras del PP, como el propio Rodrigo Rato.
La crisis económica le vino bien a González. Había lanzado algunas compras bancarias fuera de España y mientras aquí vivíamos un auténtico drama para la economía nacional, él equilibraba los números de la entidad con otros mercados emergentes. BBVA perdía pistón en España, pero lo ganaba en otros enclaves de incierto futuro. Por si todo eso fuera poco, el declive de las cajas de ahorro españolas fue una ventana de oportunidad excelente para mejorar su cuota de mercado y convertirse también en un gigante nacional de primer nivel. BBVA, con FG al frente, se hizo con casi todas las cajas catalanas, por ejemplo. Las de Manlleu, Sabadell, Terrassa, Tarragona, Manresa y Catalunya cayeron en sus manos en dos etapas consecutivas. Salvo Laietana (en Bankia) y Girona (Caixabank) todo el mapa financiero catalán fue una palanca de crecimiento que tenía todas las garantías del Estado y un riesgo prácticamente nulo. Operación redonda.
Pero el tiburoneo de Francisco González, que hoy se conoce por sus relaciones con el tóxico comisario Villarejo y otras lindezas, se hizo evidente con el desapego que su entidad mostró con la comunidad catalana, donde pasó de ser insignificante a tener una porción de mercado de primer orden. Y lo hizo sin el mínimo escrúpulo. Importó un modelo de comunicación de la City, con mucho discurso de responsabilidad social corporativa, pero sin el menor interés por el territorio que le daba unos resultados fabulosos en términos de cuota de mercado. Ni obra social, ni obra civil, ni relación con Cataluña. Durante años, el banco había mantenido un consejo asesor formado por empresarios de primer orden de la comunidad, que también se diluyó en el monstruo transnacional que el entonces presidente de BBVA había edificado. Ni en Wall Street ni en la City londinense entienden de hogares de ancianos, bibliotecas populares o apoyo a la cultura local, cosas que al antiguo agente de cambio y bolsa podían antojársele tan aldeanas como improductivas.
El BBVA hoy está encausado judicialmente por las vilezas que se le atribuyen a su expresidente, que vive en el ostracismo más justo de cuantos se conocen, pero también por el seguidismo acrítico de los sucesivos equipos directivos que trabajaron para él. Con una excepción, dicho sea de paso: la de Jaume Guardiola, que cuando era el número tres de la entidad decidió abandonarla de manera sorpresiva y regresar a su Barcelona natal a pesar de su más que probada cualificación en España y en Latinoamérica. Alguno lo conocimos como subdirector general de Banca Catalana en tiempos pretéritos y hoy ejerce como exitoso consejero delegado del Banco Sabadell. Más allá de su personal amistad con Artur Mas no se le conocen errores de bulto y sí el completo acierto de separar su camino de Francisco González.
Quizá Guardiola fue de los primeros que entendió que FG no tenía alma, y que la entidad que construía tampoco la tendría. Y que a su lado nadie tendría ni nombre ni voz propia. Si dudan de esta afirmación, les hago una apuesta: ¿cuántos de quienes han llegado hasta el final de este artículo conocen quién o quiénes son los actuales rectores de BBVA? ¿Son capaces de ponerles nombres y apellidos? Pues eso, que el alma de una empresa o de un banco siempre tiene mucho que ver con sus hombres y mujeres.