Ada Colau no ha ganado las elecciones municipales, pero tiene todo el derecho del mundo a gobernar el Ayuntamiento de Barcelona. Como recordó Jaume Collboni el sábado pasado, tiene el mismo derecho que asiste a Quim Torra a presidir la Generalitat pese a que fue derrotado por Inés Arrimadas en las autonómicas de 2017.
A partir de aquí, la nueva alcaldesa debería leer bien los resultados del 26M y extraer consecuencias. Tiene un concejal menos y ha perdido una buena parte del apoyo que cosechó en 2015. Y, ¿cómo afecta eso a su proyecto?
En Ciutat Vella, donde la participación aumentó un 5,31%, Barcelona en Comú se dejó ocho puntos. En Nou Barris (+5,8% de participación), su segundo bastión de los anteriores comicios, perdió 11 enteros. En Sant Martí y Sant Andreu, la pérdida fue de siete y seis puntos, respectivamente. Sin embargo, en el Eixample, solo se dejó dos puntos, mientras que en Sarrià-Sant Gervasi quedó igual que en 2015: algo por encima del 10% de los votos.
No deja de ser significativo que el tropiezo de una organización como la suya haya sido mayor en las zonas más populares de la ciudad.
La política de vivienda, que era el primer objetivo de Barcelona en Comú, no ha dado ni de lejos los resultados prometidos, aunque es verdad que se trata de una materia tan difícil que los efectos de cualquier medida no pueden verse a corto plazo. Por eso precisamente nadie debería hacer promesas temerarias.
Conociendo Colau como conoce las limitaciones municipales para intervenir en este campo, lo razonable hubiera sido buscar la efectividad: complicidades con el resto de las administraciones en lugar de fiarlo todo a ser la abanderada de la causa y objetivo de los poderosos. No hace falta ser de ultraizquierda para adoptar medidas contra la especulación inmobiliaria: Berlín acaba de hacerlo.
Es lógico que algunos barceloneses afectados por el problema de la vivienda hayan dado la espalda a los comunes, como lo es que aquellos que prefieren el orden al caos se distancien de un consistorio tan permisivo con esa gente que hace lo que le da la gana en la calle, esa gente que se ha creído que la calle es suya.
Pero, ojo, que la CUP ha desaparecido del consistorio. La formación que pretendía ser la vanguardia del progresismo antisistema en la ciudad, a la que Colau siempre miraba por el rabillo del ojo, ha sido expulsada del ayuntamiento. Los cabecillas de la ocupación del espacio público, los conciertos y mítines sin permisos municipales han sido castigados.
Dicen que en sus debates internos las bases de la CUP tratan de ponerse de acuerdo para trazar la línea que separa las empresas condenables por su propia condición de explotadoras de los trabajadores de las que merecen respeto. Cuentan que uno de sus dirigentes, en relaciones con una dentista, defiende con ahínco que una actividad empresarial así --con apenas uno o dos empleados-- no es condenable.
Ada Colau debe tener resuelto el dilema de hasta dónde debe llegar su beligerancia antiempresarial porque en la primera entrevista tras la reinvestidura, en la que se le escaparon unas lágrimas, no olvidó señalar a la “multinacional” Agbar como su gran enemiga: si su primer análisis del retroceso electoral consiste en hacerse la víctima de la compañía a la que quiere retirar el servicio del agua de la ciudad --legítimamente--, mal vamos. Parece que han pasado cuatro años en balde.