Cada nuevo desafío de los dirigentes independentistas confirma que la solución a los excesos del nacionalismo catalán pasa por la estricta aplicación de la ley y no por el envío de un batallón de bienintencionados (y presuntos) federalistas para negociar con ellos.
El esperpéntico episodio de los lazos amarillos corrobora esta aseveración. Al final, el valiente president Torra, tras asegurar que no retiraría la simbología independentista, ha acabado pasando por el aro de la justicia. Aunque para ello haya echado mano de la patética triquiñuela de apelar al Síndic de Greuges, Rafael Ribó, siempre dispuesto a ayudar al nacionalismo supremacista --lo ha hecho toda su vida--, previo paso por caja, eso sí.
Por suerte para la convivencia en Cataluña y para la recuperación de los derechos de los catalanes no nacionalistas sistemáticamente pisoteados, los tribunales cada vez proceden de forma más desacomplejada a la hora de corregir los atropellos de nuestros gobernantes. Y, al contrario de lo que muchos terceristas auguraban, estas actuaciones son mano de santo y no han convertido Cataluña en ningún Kosovo, al contrario, la normalidad ha sido la tónica generalizada.
Los ejemplos son numerosos. Desde la sentencias contra la ilegal inmersión lingüística escolar obligatoria exclusivamente en catalán --ámbito en el que todavía queda mucho por hacer-- hasta la respuesta que se está dando a los presuntos rebeldes o sediciosos por el intento de secesión unilateral, pasando por algunas actuaciones para restituir las enseñas constitucionales oficiales en los ayuntamientos --otro terreno donde queda bastante trabajo pendiente--.
En la mayoría de estos casos, el incentivo que ha llevado a los responsables políticos o administrativos a cumplir la ley ha sido la cárcel o la inhabilitación. Sin embargo, hay otro estímulo que la legislación actual no recoge con la frecuencia o intensidad que, a mi juicio, debería, porque estoy convencido de que tendría un efecto contundente: el dinero.
“Yo podría aguantar tener que ir a prisión, pero no si van contra el patrimonio”, declaró en julio de 2017 --en plena recta final del referéndum-- el entonces consejero de Empresa y Conocimiento de la Generalitat, Jordi Baiget, que poco después fue destituido por Puigdemont (el mismo que tras la DUI del 27-O prefirió huir antes que afrontar la prisión).
La efectividad de las sanciones económicas se constató días antes del 1-O, cuando los 22 integrantes de la Sindicatura Electoral para el referéndum se apresuraron a presentar su dimisión horas después de recibir la amenaza del Tribunal Constitucional de una multa de 12.000 euros diarios para cada uno de ellos (6.000 en el caso de los síndicos territoriales) en caso de no desmantelar ese órgano ilegal.
Incluso Josep Costa (JxCat) --actual vicepresidente del Parlament y entonces miembro suplente de la Sindicatura-- acató con una diligencia ejemplar las instrucciones del alto tribunal, pese a ser conocido por su arrogancia, altanería y bravuconería.
Ahora que tanto se debate sobre cómo hacer entrar en razón al independentismo más irredento --que sigue en sus trece-- y sobre cómo actuar en el futuro ante desafíos similares al de otoño de 2017, propongo a los legisladores que exploren lo que podríamos denominar la doctrina Baiget-Costa.