Hace poco menos de tres meses, el proceso independentista parecía imparable. Tras varios años de movilizaciones masivas en las calles, el Parlamento de Cataluña aprobaba las leyes de desconexión, el Govern organizaba un referéndum secesionista ilegal y la cámara autonómica se preparaba para declarar unilateralmente la independencia (DUI).
En las filas independentistas la moral estaba por las nubes. El Govern había asegurado que las “estructuras de Estado” estaban listas, y sus principales terminales mediáticas auguraban que, tras la DUI, llegarían los reconocimientos internacionales de la nueva república y que la independencia low cost --sin ningún efecto económico ni empresarial-- sería una realidad.
Buena parte de los políticos y de los analistas no independentistas instaban al Gobierno a negociar con Puigdemont, Junqueras y su entorno una salida acordada, sin vencedores ni vencidos. Advertían de que el choque de trenes al que nos dirigíamos tendría consecuencias que podrían derivar en acciones violentas incontroladas y que sería un acicate para el secesionismo. Insistían --con un temblor en las piernas-- en que solo la ley no era la solución, ni siquiera a corto plazo.
Hoy constatamos que estaban equivocados.
El 27 de octubre, horas después de la DUI, el Senado aprobó la activación del artículo 155 de la Constitución e, inmediatamente, Rajoy destituyó al Govern al completo y tomó el control de la Generalitat. Días antes, la Audiencia Nacional había decretado la prisión incondicional de los líderes de la ANC y Òmnium Cultural --Jordi Sànchez y Jordi Cuixart-- por su responsabilidad en las acciones de acoso a la Guardia Civil durante el registro de la Consejería de Economía del 20 de septiembre. Y días después, el mismo tribunal mandó a la cárcel de forma preventiva a los nueve exmiembros del Govern que acudieron ante la juez tras ser citados a declarar --incluido Junqueras--. El resto --con Puigdemont a la cabeza-- había huido a Bélgica.
La aplicación desacomplejada de la ley nunca es una opción, es una obligación. Y, en este caso, era la solución a la insoportable tensión generada por los dirigentes independentistas y a sus sistemáticas amenazas
Este panorama ha sido presentado por las élites independentistas como el mayor agravio “contra Cataluña” de los últimos siglos. Pero, lejos de lo que algunos suponían, no ha implicado una estimulación del secesionismo, sino todo lo contrario. El movimiento independentista vive sumido en el desánimo. Así se deduce de las declaraciones de sus líderes --que tratan desesperadamente de buscar excusas para esconder las mentiras en las que han basado sus discursos más épicos-- y de sus principales referentes mediáticos. La frustración ha impregnado hasta la médula el que, hasta hace bien poco, era un relato ganador. Y sus creadores saben que si, tras las elecciones autonómicas del 21D --a las que sorprendentemente se presentan pese a tildarlas de “ilegítimas”--, vuelven a obtener la mayoría parlamentaria y deciden reactivar el procés, recibirán la misma respuesta contundente por parte del Estado, y el mismo nulo apoyo internacional.
Pero este mensaje también debería llegar a los políticos y articulistas no independentistas que --incomprensiblemente en un Estado democrático de derecho homologable al resto de democracias occidentales-- dudaban de que la aplicación de la ley fuese la mejor opción. No. La aplicación desacomplejada de la ley nunca es una opción, es una obligación. Y, en este caso, era la solución a la insoportable tensión generada por los dirigentes independentistas y a sus sistemáticas amenazas. Lo demuestra la normalidad administrativa y social que predomina en el día a día de la vida de los ciudadanos catalanes y del resto de España tras la aplicación del 155 y de las actuaciones judiciales relacionadas con el proceso de ruptura.
Tal vez si, hace años, se hubiese puesto mayor cuidado en garantizar que la Generalitat cumpliera estrictamente la ley --por ejemplo, en cuestiones como la inmersión lingüística escolar obligatoria (ilegal, según todas las sentencias) o la utilización de fondos públicos para promover discursos identitarios y xenófobos--, en vez de aplicar la estrategia del contentamiento --tantas veces denunciada por Stéphane Dion y que parece resurgir entre los que abogan por una reforma constitucional para la que no hay consenso--, el nacionalismo catalán no tendría hoy la fuerza que tiene.