Para una parte del independentismo, la que transita como un pollo sin cabeza, la celebración esta semana de una reunión en Barcelona del Consejo de Ministros constituye una provocación. Lo expresan tal cual, con la desfachatez y el cinismo colectivo de aquellos que han perdido cualquier atisbo de racionalidad.
Así opinan algunos consejeros del Gobierno de la Generalitat, varios cargos de ERC huidos de la justicia, el expresidente cobarde desde su confortable refugio belga y varios de los voceros del nacionalismo mediático. Tildar la reunión del Gobierno español de provocación es una forma indirecta de estimular a los radicales que han tomado las calles, poner en aprietos a las fuerzas policiales que deban controlar la seguridad e ignorar, de nuevo, a los catalanes que no comparten esas tesis.
Hace demasiado tiempo que muchos de los ciudadanos de la autonomía catalana reivindican una mayor presencia del Estado en la comunidad. No es ningún capricho, sino la constatación de que la dejadez española, ensimismada en exceso en la villa y corte, es responsable parcial de la situación que vive Cataluña en la actualidad. La renuncia a mostrar que esa España plural existe y permitir que la ciudadanía catalana la disfrute es uno de los combustibles que el nacionalismo ha empleado durante décadas para alimentar su sentimentalismo identitario y duplicar instituciones y entidades en una perseverante y continua construcción de pseudoestructuras de Estado.
Hay muchas pruebas de ello en el mundo de la cultura. Que la Biblioteca Nacional sea incapaz de deslocalizarse aunque sea en parte, que la Compañía Nacional de Teatro Clásico, el Instituto Nacional de las Artes Escénicas y la Música, la Compañía Nacional de Danza, los principales museos del país y un largo etcétera estén radicados en Madrid y sólo visiten la periferia casi como el comercial que hace una ronda anual por sus clientes ha permitido que lo español, en términos del arte y la cultura, haya sido sustituido en Barcelona por faraónicos proyectos teñidos de nacionalismo.
El Teatre Nacional de Catalunya, el Museu d’Art Nacional de Catalunya, la Biblioteca Nacional de Catalunya, el Arxiu Nacional de Catalunya, la Orquestra Simfònica de Barcelona i Nacional de Catalunya no son más que una réplica costosa nacida por la incomprensión española hacia lo catalán. Son una minuciosa edificación del adjetivo nacional que ha dado pábulo a construcciones culturales propias del soberanismo desde los primeros años de Jordi Pujol al frente de la Generalitat. Y no digamos TV3 (la televisión catalana con un gigantesco número de canales especializados que ni las grandes cadenas públicas europeas pueden permitirse), que ha vivido sus mayores momentos de gloria gracias, sobre todo, a que ningún gobierno de España ha sido capaz de utilizar como correspondería las estructuras de RTVE en la comunidad autónoma. El histórico circuito catalán es poco más que una broma con sus desconexiones y la primera radio en catalán del país (Ràdio 4-RNE) es tan residual que hasta tiene dificultades para reclutar a colaboradores y tertulianos.
España lo ha hecho fatal con Cataluña. El nacionalismo que representaba sólo a una parte de esta comunidad vio claro que era factible pactar con los principales líderes del bipartidismo durante años a cambio de que se olvidaran de la existencia de esta autonomía. Desde Barcelona se reclamaba algo más de dinero para construir todas esas pirámides faraónicas identitarias y se era a ratos desleal y a ratos muy desleal. Recordarán que durante el mandato de José Luis Rodríguez Zapatero se intentó un gesto mínimo desplazando a Barcelona la sede de la Comisión del Mercado de las Telecomunicaciones. Fue un fracaso absoluto. No lo secundó ninguna otra institución estatal y por la fusión de los organismos reguladores de la competencia todo el invento quedo reducido a una división que aún pervive en la calle Bolivia de Barcelona.
Ni el Senado, del que tanto se habló sobre su traslado, ni ningún organismo de la Administración del Estado tiene más que alguna delegación en Cataluña. No son las peores, entre otras razones por la importancia de esta comunidad en términos de población y de actividad económica y social. El Estado español se ha construido desde la desaparición de la dictadura con una centrípeta formulación injusta con las periferias. Barcelona es una ciudad europea de primer orden cuya área metropolitana constituye un enorme continuo urbano del que ningún gobernante español que se precie puede despreocuparse. Solo lo recuerdan (algunos, no todos) cuando llegan las elecciones y es necesaria la movilización para sumar papeletas.
Y, claro, esa incomparecencia lleva a que cuando al presidente Pedro Sánchez se le ocurre dar algún paso en ese sentido vea cómo desde el activismo independentista se le complica la vida. ¿Para qué intentarlo de nuevo?, pensarán los miembros del Gobierno cuando lleguen aquí atemorizados por las movilizaciones previstas y la repercusión que ese Consejo de Ministros acabe teniendo este viernes. Es mucho más fácil que los gestos de esta legislatura se reduzcan a la momia de Franco y al SMI que ponerse en serio con la reconstrucción de una Cataluña española.
Ahí es donde anida el error de los gobernantes de Madrid, incluso en los que predican el diálogo y la mano tendida. Todos evitan comparecer dejando un espacio libre y dando lugar a un trato virtual de bilateralidad que el nacionalismo no renunciará jamás a manejar. Aunque, al final, el contencioso político que vivamos se atempere algo, no les quepa duda de que sus inductores habrán ganado ese obtuso concepto de la bilateralidad, que no es otra cosa que hablar de igual a igual con los rectores del Estado.
Provocación, por tanto, es la que sufren los ciudadanos que apuestan por una España diversa, plural, suma de periferias, rica y europeísta, que alumbre un Estado con un modelo abierto y perfectamente compatible con una Cataluña moderna y cosmopolita. Provocación es la Cataluña aldeana, rural, tradicionalista y folclórica, que esconde su desacomplejada vocación identitaria en falsos mitos como la lengua y la cultura propia. Provocación es que España renuncie a Cataluña por el hartazgo de sus dirigentes no catalanes. Ese, y no lo que hemos oído recientemente, es el verdadero desafío. En consecuencia, señor Sánchez, sea bienvenido hoy y siempre a esta zona de España tan postergada por el Estado. A usted y a quienes le acompañan en la Moncloa y en la carrera de San Jerónimo de Madrid, sean de su partido o de otros, se les echa en falta.