Es frecuente en los debates y tertulias con presencia de independentistas y constitucionalistas --en los que se polemiza sobre la situación política en Cataluña-- que los primeros planteen a los segundos una cuestión: ¿Cuál es la oferta al independentismo para resolver la crisis territorial? ¿Qué ofrece el Estado a los secesionistas para que --al menos una parte de ellos-- dejen de serlo y acepten de buen grado el modelo territorial? ¿Qué nuevas cesiones está dispuesto a hacer el Gobierno para tratar de integrar o “encajar” al nacionalismo catalán en España?
Estas preguntas suelen descolocar a los no independentistas, especialmente a los terceristas --también autodenominados falazmente federalistas--, que caen en la trampa del planteamiento y responden con incomodidad, vaguedades e indefiniciones. Lo más normal en estos casos es que los constitucionalistas defiendan (u ofrezcan) un aumento del autogobierno de Cataluña, nuevas competencias para la Generalitat, una reforma Constitucional, otro Estatuto o promesas similares.
Sin embargo, este tipo de propuestas no son más que una vuelta a la recurrente estrategia del contentamiento que nos ha llevado hasta aquí. Es la confirmación de los complejos que atenazan a buena parte de los no nacionalistas.
¿Qué tal si empezamos a superarlos? ¿Qué tal si comenzamos a responder que no hay nada que ofrecer al independentismo? O, más bien, que no hay nada más que ofrecer. ¿Qué tal si empezamos a poner en valor todas las cesiones realizadas por el Estado desde la recuperación de la democracia? ¿Qué tal si comenzamos a recordar que esas concesiones podrían revocarse?
España es uno de los Estados más descentralizados del mundo, según recogen los principales índices internacionales que miden esta materia (como el Regional Authority Index y los informes de ingresos fiscales de la OCDE).
La Generalitat de Cataluña gestiona más de 30.000 millones de euros anuales, administra la mayor parte de competencias en el ámbito de la seguridad (con 17.000 mossos d'esquadra y 5.000 bomberos), la educación (con 72.000 docentes y donde el catalán es la lengua predominante --pese a que los tribunales han ordenado que su uso en las escuelas sea equilibrado con el español--), la sanidad (con más de 60 hospitales y 72.000 sanitarios), la justicia (con 13.000 profesionales que apoyan al personal judicial), los medios de comunicación públicos (con 2.300 empleados y más de 300 millones de presupuesto anual --casi un tercio del total destinado por los medios públicos de todas las CCAA--), los servicios sociales, las políticas de vivienda y urbanismo, inversiones, medio ambiente, agua, la promoción industrial, la regulación de los sectores agrícola y pesquero, las prisiones, el tráfico, las carreteras y autopistas, los FCG y las cercanías, dos aeropuertos, centros deportivos, la regulación del derecho civil, el fomento de la cultura e incluso una agencia tributaria para recaudar los impuestos cedidos, entre otras muchas atribuciones, para lo que cuenta con más de 220.000 empleados públicos.
Desde hace 40 años, la Administración General del Estado no ha dejado de realizar transferencias hacia las CCAA, y de forma especial hacia la Generalitat. Teniendo en cuenta de que se partía de un Estado absolutamente centralizado, parece razonable que, al principio, esas transferencias tuvieran una única dirección. Hoy, cuando no queda mucho más que transferir y cuando la tendencia en occidente es ceder competencias hacia entidades supraestatales --como la UE--, cada vez hay más voces que piden cambiar el sentido de ese flujo competencial (según el CIS, casi un tercio de los ciudadanos españoles prefieren un modelo de Estado sin CCAA o con menos autonomía para estas). Unas voces que han aumentado y se han intensificado a causa del procés.
¿Que cuál debería ser la oferta del Estado a los independentistas? Tal vez ha llegado la hora de cambiar los términos del planteamiento y empezar a enfocarlo de otra forma: ¿Cuál es la oferta del independentismo al Estado para que este no decida recuperar competencias?