Hace semanas que los analistas económicos hablan de que vienen malos tiempos para la economía mundial. El dinamismo del PIB de los últimos años se refrena, así como el consumo y la recuperación del empleo. Las visiones más o menos diferentes no tienen tanto que ver en si habrá contracción económica, más bien si ésta quedará dentro de lo que técnicamente se define como una desaceleración, o si llegará a convertirse en una recesión. Casi todos los expertos coinciden en que no se llegará a la categoría de crisis. Hay indicadores claros de que las cosas no van por el buen camino, con inflación en Estados Unidos, reducción del PIB alemán que afectará a toda la zona euro, problemas en los mercados financieros, fracaso de los incentivos de bajar los tipos de interés... Más allá de cuestiones más o menos técnicas --nada es meramente técnico en economía--, gran parte de los malos vientos que llegan tienen que ver con la política o, mejor dicho, con el clima de confrontación y de inestabilidad que generan los torpes impulsos políticos de Donald Trump, así como también la incertidumbre que genera un Brexit gestionado por un personaje como Boris Johnson. El proteccionismo económico desaforado del presidente estadounidense y la guerra comercial abierta con China han creado un entorno de imprevisibilidad que lleva a los inversores a buscar valores de refugio, así como a los consumidores a moderar su optimismo conteniendo así la demanda agregada. Cuando el PIB modera su crecimiento y evoluciona hacia el estancamiento, los economistas suelen poner el grito en el cielo, prisioneros todavía hoy de un indicador que nada "indica" sobre el progreso y bienestar de la gente. La adicción al crecimiento de nuestra cultura económica nos sigue llevando a hacer miradas profundamente desenfocadas.

Que llevamos unos años en situación de crecimiento del PIB no resulta muy indicativo de que hayamos superado la crisis del 2008 y muchos de sus efectos. En España, por ejemplo, estamos lejos de haber recuperado el pleno empleo. Y no sólo eso, cada vez una mayor parte de los empleos son precarios y con salarios indignos. La desigualdad económica provoca una fractura social y material que se va profundizando. Cerca del 30% de la población vive entre la pobreza y su umbral, con un riesgo de exclusión para mucha gente cada vez más cercano. Ciertamente que después de 2008 a algunas personas las cosas les van bien, mejor que nunca, ya que justamente las crisis sirven para provocar una redistribución en sentido inverso, contribuyen a una nueva concentración de la riqueza. También es cierto que los sectores sociales con trabajos estables y relativamente bien pagados han recuperado los últimos años una cierta normalidad y algunas perspectivas. Pero esta no es la situación de una parte importante de la sociedad, cada vez más a la intemperie. Hay un gap enorme entre insiders y outsiders. Los jóvenes que no cuentan con familias que los puedan subvencionar, no tienen ninguna posibilidad de emanciparse y construirse una vida autónoma. Los salarios misérrimos y una diversidad de trabajos inestables ya no son una posibilidad temporal, resultan la normalidad y su condena.

Estructuralmente, nuestra economía y la sociedad están profundamente inmersas en lo que significó la crisis de 2008, vivimos en sus repercusiones y consecuencias. En España, seguimos dependiendo del sector exportador, que significa competitividad gracias a bajos costes laborales, así como de un exagerado, insostenible y cargado de externalidades negativas como es el sector turístico. No es sólo que estemos donde estábamos, resulta que hemos consolidado las peores tentaciones y tendencias. En este contexto social y económico, el problema menor que tenemos no es la posibilidad de una desaceleración --incluso de una recesión--, sino la falta de proyectos económicos sólidos y sostenibles, así como de unas perspectivas de futuro socialmente integradoras y personalmente incentivadoras.