Los partidos separatistas ya tienen un nuevo icono para las elecciones del 14 de febrero: superar la barrera del 50% de los votos para poder dar un “gran salto” en la próxima legislatura. Lo grave no es que su parroquia sueñe con ello, aunque tampoco sepa exactamente para hacer qué, el problema es que no pocos medios de comunicación no independentistas puedan acabar entrando en ese marco mental y que los políticos constitucionalistas se vean empujados a contestar recurrentemente a la pregunta periodística de qué cambiaría en ese nuevo escenario. Pues bien, es muy sencillo, no cambiaría nada. En democracia no existe el derecho a la autodeterminación y la secesión territorial no es posible sin el pertinente cambio constitucional, como muy bien analizó Manuel Arias Maldonado en CrónicaGlobal hace unas semanas.

Es cierto que frente a la falaz idea de “mandato democrático” que los independentistas habían argüido insistentemente desde 2012, la otra parte se ha esforzado por subrayar la contradicción de que nunca habían alcanzado la mayoría de votos en unas elecciones y que ni tan siquiera tenían suficientes diputados en el Parlament para reformar el Estatuto de autonomía o aprobar una ley electoral propia. Pero ese argumento era puramente descriptivo, servía solo para ilustrar su proceder tramposo.  La ilegitimidad del proceso secesionista no ha radicado nunca en que sus partidarios no hayan rebasado la mitad más uno de los votos y aún así hayan actuado de forma unilateral. Esto que ahora reconocen entrelíneas como un error de cálculo era solo el espejo de su naturaleza autoritaria. La ilegitimidad del procés radicaba en el hecho de convertir unas elecciones autonómicas en un plebiscito para destruir la democracia constitucional.

Hizo muy bien anteayer la vicepresidenta del PSC y portavoz parlamentaria Eva Granados al poner de manifiesto que en Europa occidental, en los Estados de derecho, hay solo dos tipos de proyectos políticos. Los que aceptan las reglas del juego democrático y los que no. “Las diferencias de fondo entre JxCat y ERC son inexistentes”, afirmó. Carles Puigdemont y su nuevo partido apuestan abiertamente por la confrontación, por la desobediencia, y reclaman a funcionarios y mossos que se sumen a ella o que por lo menos no pongan obstáculos. Por su parte, Oriol Junqueras y ERC no renuncian a la unilateralidad, sino que solo la posponen para acumular fuerzas porque, según su análisis, lo que fallo en 2017 fue la débil penetración del independentismo en el área metropolitana, con el riesgo de acabar en un enfrentamiento civil si el Govern hubiera intentado materializar  la secesión. En definitiva, lo republicanos solo esperan otro momento más propicio para no respetar los procedimientos democráticos como ya hicieron hace tres años.

Por tanto, es absurdo sentir ningún alivio porque ahora tanto JxCat como ERC se impongan el objetivo de superar el 50% en unas elecciones. Fijémonos que tampoco se plantean dejar de instrumentalizar el autogobierno con fines separatistas si no lo consiguen. El nacionalismo nunca se plantea abandonar sus posiciones si fracasa en sus objetivos como ya vimos en 2015 cuando perdieron el autoplebiscito. Así pues, el debate sobre el 50% es una trampa para llamar la atención mediática, dando por hecho la mayoría parlamentaria independentista, agudizando así la desmovilización constitucionalista y maximizando la participación electoral de los suyos prometiéndoles un nuevo horizonte tras ese objetivo. El votante y los partidos constitucionalistas no deberían entrar en ese juego y sobre todo dejar de dar por descontado que los resultados electorales en febrero serán parecidos a los actuales. Los secesionistas irreductibles solo son el 25% y hay encima de la mesa demasiados elementos socioeconómicos disruptivos a la vista como para que no haya sorpresas que las encuestas ahora mismo no detectan.