Cuando era pequeña, fuera de España, nos hacían cantar el himno cada mañana, en el patio del colegio y ante la bandera izada. Todos niños uniformados, formados y en fila, la barbilla afilada. Posteriormente, en España, le añadieron “Cara al sol” y al mediodía el rosario del Ángelus. Yo casi siempre fui alumna de escuela pública o de privada destartalada. Quizás por eso, a pesar de cantar himnos y repetir letanías, mi mente se mantenía en rebeldía y no me aprendí nunca las letras por considerarlas propias de comuniones ajenas.

La democracia nos trajo aire fresco y el regalo de un himno sin letra, nada nos movía a la batalla ni nos invitaba a morir por la patria. Nuestra savia pasó a ser el libre intercambio de las ideas en un mundo en construcción, abierto y solidario. Hubo eclosión de la cultura y apareció el estado del bienestar.

Pensé, erróneamente, que Cataluña seria el esperón de proa en la construcción de un mundo mejor, pero nada de esto ocurrió. El pujolismo construyó de la nada una administración clientelar con un funcionariado dócil, a la que tienen acceso al mando en plaza los palmeros más destacados. La ley electoral ha garantizado el ejercicio del poder a la derecha más recalcitrante, corrupta y desmanteladora del estado del bienestar. Para completar el cuadro, el nacionalismo catalán intenta fabricar una sociedad que recuerda peligrosamente estilos del “movimiento nacional” que durante tanto tiempo sufrimos y creíamos haber dejado atrás.

La bandera catalana se llena de sangre cuando, en el mito, Wilfredo el Piloso herido de muerte dibuja con los dedos sangrantes las cuatro franjas rojas sobre el lienzo de oro. El himno “Els Segadors”, cantado en cualquier ocasión, promueve la belicosidad animando a los defensores de la tierra a asestar un buen golpe con la hoz. ¿A quién le asestamos?

Para el nacionalismo existe una cierta sacralización de la tierra, en una relación trinitaria entre el territorio, el pueblo elegido (que no son todos los que lo habitan) y el ejercicio del poder a través del estado. La libertad no es del ciudadano, si no del pueblo soberano a través del poder de sus dirigentes. Se parece bastante a un constructo mental totalitario. La nación sin estado se ve impelida a conseguirlo y fabrica un relato de malos y buenos. Los malos nos maltratan y los buenos se disponen a morir por la patria. La desgracia de nuestra existencia justifica que tengamos que expulsar a los demás, quedándonos los iguales, amos exclusivos del territorio. A esto se le llama independizarse. Todo gira en torno a la victimización, el sacrificio y la muerte.

Por eso, el secesionismo catalán cabalga continuamente entre dos contrastes que lo atenazan entre mutuas contradicciones: el pacifismo y la violencia. Se habla de que es un movimiento pacífico (y así ha sido en las movilizaciones multitudinarias), pero continuamente observamos imágenes violentas protagonizadas por algunos grupos independentistas (acoso en la Consejería de Economía, Delegación del Gobierno y en el intento de asalto al Parlament, en el corte de carreteras y más); se habla de saltarse la ley en una constante dialéctica de provocación, pero se niega la capacidad al Estado para activar los mecanismos que tiene para impedirlo, cuerpos de seguridad, poder jurídico o decisión política; se buscan símiles que sirvan de modelo en la construcción de nuevos estados, sean eslovenos o no, obviando que todos los que lo han conseguido lo han hecho con episodios de violencia, nunca en democracias consolidadas y con pérdida de derechos ciudadanos de las minorías; se invita al Parlamento a Otegui y a TV3 a Sastre, ambos defensores de la violencia por la patria; discutimos si los políticos independentistas actualmente en la cárcel o huidos de la justicia cometieron delitos de rebelión o sedición, según promovieron o no la violencia (porque existen dudas razonables en que haya sido así); algunos hablan de la necesidad de muertos y otros se prestan al sacrificio personal a cámara lenta en forma de ayuno o abstinencia con apoyo mediático; eslóganes del tipo “la calle siempre será nuestra”, “ni olvido ni perdón”, “España es Serbia”, “seremos ingobernables” o llamando a la “batalla” para el 21 de diciembre por la realización de un simple Consejo de Ministros en Barcelona, tienen componentes altamente belicistas.  

El pacifismo forma parte de la independencia exprés y sin costes, mientras se mueve en el terreno del insulto o de lo abstracto, de lo políticamente mágico. Será difícil que en una sociedad democrática menos oprimida de lo que nos quieren hacer creer, el independentismo, con el soporte de menos de la mitad de los ciudadanos, salga a la calle a arriesgarlo todo. Mucho menos si alguna vida humana está en riesgo. Sin embargo, existen razones para dudar de que el movimiento se mantenga pacífico. Hasta ahora no ha podido y ya hemos llegado al choque con la realidad, al momento de canalizar las frustraciones y el odio tan cuidadosamente fomentado. Hay quien se presta a inmolarse aumentando el victimismo de la situación. Ancha es Cataluña para los que se creen amos por encima de toda razón.  

Al resto nos toca construir, sin odios ni banderas. A pesar de que nos hayan querido distraer con maravillas a futuro, la mayoría de los ciudadanos pedimos que disminuyan las desigualdades en el presente, revindicamos un mundo más solidario y no pensamos que ninguna vida herida, en ningún bando, valga poco.

La mayoría somos traidores porque nuestra patria no es una historia de salvación caminando en línea recta hacia la definitiva redención. Renegamos del procés hacia Ítaca. Somos traidores y botiflers (por cierto, ridículo insulto de tiempos monárquicos) los que no formamos parte de este pueblo elegido para cumplir una misión de salvación. Somos traidores porque lo que somos es más que la definición de pueblo que inventaron para la nación. Somos traidores porque no queremos que en nosotros recaiga la misión histórica de sacrificarnos por el nuevo paraíso. Renegamos de las huelgas de hambre por la patria y de los destrozos en la calle. Somos traidores porque no creemos que ningún camino sea mejor o peor por el número de muertos que genere, lo nuestro es más moderno, tiene otro encaje. Somos traidores por lo poco dispuestos que estamos a inmolarnos en aras de una visión maniquea del mundo, en la que la construcción del enemigo primordial justifica la emergencia de salvadores mesiánicos. Somos traidores porque ninguna Patria lo vale.

Coherentes con nuestra traición, no cantaremos himnos que inviten a la sangre, ni daremos soporte a los que libremente quieran inmolarse. Solo queremos salir a la calle en libertad para disentir, sin que otros, entre himnos y banderas, nos la arrebaten.