Entre 2001 y 2007, las cajas de ahorros tuvieron una gran expansión. Abrieron muchas nuevas oficinas y lograron un elevado crecimiento de su balance. El del activo estuvo principalmente sustentado en el aumento del crédito hipotecario. Con la colaboración de los bancos, crearon una colosal burbuja financiera.

En 2008, la crisis económica e inmobiliaria provocó un gran incremento de su morosidad y cuantiosas pérdidas. Para evitar reflejarlas en sus cuentas, a iniciativa o con el consentimiento del Banco de España, adoptaron tres medidas: utilizar las provisiones anticíclicas, ampliar los créditos concedidos a numerosos promotores (una “patada hacia delante”) y contabilizar los activos adjudicados por su valor histórico en lugar del de mercado.

A finales de año, las pérdidas reales, pero no las declaradas, eran tan elevadas que superaban los fondos propios de numerosas cajas. En otras palabras, estaban quebradas. Para absorberlas y evitar la bancarrota, debían obtener nuevos capitales en los mercados. Una misión muy difícil para los grandes bancos e imposible para las cajas medianas y pequeñas, dada la escasa confianza de los inversores en las cuentas de las entidades financieras.

No obstante, lograron financiación de numerosas familias. Para tal fin, con la anuencia del Banco de España, consiguieron transformar muchos depósitos en participaciones preferentes, unos títulos que aquél computaba como capital, a diferencia de la mayoría de los bancos centrales europeos. El argumento utilizado era irresistible y mentiroso: “correrá el mismo riesgo (casi nulo) y conseguirá un mayor tipo de interés”.

Sin embargo, el gran crecimiento de las pérdidas reales, por la prolongación y endurecimiento de la crisis, convirtió en insuficiente el dinero obtenido. Para superar sus problemas, el Ministerio de Economía y el Banco de España diseñaron la fusión de unas cajas con otras y su posterior salida a bolsa. En teoría, la primera las haría más rentables y la segunda proporcionaría el capital suficiente para hacer viables a las nuevas entidades.

En el diseño de las fusiones, el principal criterio no fue económico, sino político. Los dos principales partidos pactaron conservar sus cuotas de poder. Por tanto, prioritariamente se realizarían entre cajas de una misma comunidad. Si ello no fuera posible, se harían entre dos o más de distintas autonomías, pero gobernadas por un idéntico partido.

Un ejemplo de las primeras lo constituyó la fusión de las cajas vascas, gallegas y algunas de las catalanas. Uno de las segundas dio lugar a Bankia. Entre las siete originarias, cinco pertenecían a autonomías gobernadas por el PP. No obstante, realmente era la unión de Cajamadrid y Bancaja, dos de las principales entidades financieras españolas.

Las principales instituciones económicas y financieras del país, así como los poderes fácticos, estaban de acuerdo en convertir a Bankia en el mascarón de proa de la estrategia de salvación de las cajas y su conversión en bancos. Entre ellos, estaban los dos principales partidos políticos, el Ministerio de Economía, el Banco de España y la CNMV.

El final del proceso era una exitosa salida a bolsa del nuevo banco. Por eso, esta se convirtió en una operación de Estado que, si salía bien y se conseguía repetir con el resto de cajas fusionadas, evitaría su quiebra y el rescate por parte de la Administración. Para conseguir el objetivo, era necesario un presidente de renombre internacional, la consecución de beneficios por parte de la nueva entidad y una magnífica campaña de publicidad.

La persona idónea era Rodrigo Rato. En aquel momento, un político de gran prestigio que por si solo otorgaba una vitola de seriedad al proyecto y podía atraer a numerosos inversores nacionales e internacionales. La contabilidad creativa permitiría convertir pérdidas en beneficios. Un camuflaje que no sería advertido ni por el Banco de España, ni por la auditora, ni por la CNMV, quienes miraron hacia otro lado.

Finalmente, una excelente y original campaña publicitaria conseguiría convencer a muchas familias de la magnífica inversión que supondría la compra de acciones de la nueva entidad. El principal lema: “hazte banquero a partir de 1.000 euros “, era muy atrayente.

Las previsiones se cumplieron y la salida bursátil de Bankia fue un gran éxito. No obstante, no supuso la salvación de todas las cajas de ahorro. En 2012, una peor coyuntura económica, la continua caída de la acción en Bolsa y la exigencia del BCE de contabilizar los activos por el valor de mercado dieron al traste con el plan previsto.

El Gobierno del PP exigió la dimisión de Rato y su relevo por Goirigolzarri. La primera actuación del nuevo presidente fue reformular las cuentas del último año y aflorar los quebrantos ocultos. De esta manera, los 309 millones de euros de beneficios declarados en 2011 se convirtieron en 2.939 millones de euros de pérdidas. Una merma no imputable únicamente a dicho ejercicio, sino también a los inmediatamente precedentes.

Por tanto, el banco que salió a bolsa, presumiendo de solvencia y obtención de beneficios en una adversa coyuntura económica, necesitaba un año después ser rescatado. La diferencia entre la información proporcionada y su situación real llevó al Tribunal Supremo a exigir a Bankia una compensación para los minoristas, que habían impuesto una demanda por la pérdida sufrida. Con buen criterio, Goirigolzarri decidió extender la indemnización a todos los demás.

Sin embargo, la pasada semana la Audiencia Nacional contradijo al Alto Tribunal y concluyó que la información facilitada en la salida bursátil fue fidedigna. Desde mi perspectiva, una opinión refutada por los hechos, pero probablemente una argucia para hacer justicia con los 34 encausados, pues el diseño de la operación posiblemente correspondió a otros.

Por diversas razones, creo que los jueces de la Audiencia estimaron que no podían declarar culpables al Ministerio de Economía, el Banco de España y la CNMV. Tres instituciones en las que en gran medida se sustenta la credibilidad económica y financiera de nuestro país.

En resumen, la salida a bolsa de Bankia constituyó una verdadera chapuza. Algo imposible en una nación seria. Un criterio político provocó la unión de una entidad con muchos problemas (Cajamadrid) con otra que tenía más (Bancaja). El resultado fue el obvio: un banco quebrado que tuvo que ser rescatado por la Administración.

El Tribunal Supremo hizo justicia y parcialmente también la Audiencia Nacional. Desde el inicio del proceso hasta la última sentencia, la operación supuso un magnífico ejemplo de lo que mal empieza, mal acaba.