No es una novedad sino más bien una rutina, pero esta vez Puigdemont ha formalizado su hostilidad contra España de otra manera, mediante una comunicación escrita --que no una demanda como dicen ellos y los medios de comunicación afines-, presentada ante el Comité de Derechos Humanos de las Naciones Unidas.

Según Ben Emmerson, el abogado británico de postín y minuta cara que le representa, defensor, entre otros, de Julian Assange, ésta es la primera actuación de una serie de "una cada mes" ante instancias internacionales para presionar (hostigar) al Gobierno español. Lo tendrá difícil porque esa clase de instancias se excluyen recíprocamente, y tantas no hay. Acudir al comité impide acudir al Tribunal Europeo de Derechos Humanos del Consejo de Europa, por ejemplo.

En sendas comparecencias públicas Puigdemont y Emmerson explicaron cuál es el objetivo del montaje de "judicialización" internacional del caso Puigdemont, con el procés como excusa: forzar al Ejecutivo a un diálogo "en nombre del pueblo catalán" para, fundamentalmente, garantizar la liberación de los presos políticos, el abandono de todos los cargos penales por motivos políticos contra quienes apoyan o hacen campaña por la independencia, incluidos los cargos de rebelión y sedición, el pleno reconocimiento de la autonomía (sic) de Cataluña y el establecimiento de relaciones estables entre "las dos soberanías constitucionales". Nada nuevo en el frente.

La inversión de la lógica jurídica que practican hace que apoyen el montaje de la "judicialización", principalmente, en la falta de separación de poderes que se daría en España, cuando precisamente son ellos quienes no creen en la independencia del poder judicial al exigir al Gobierno lo que depende de la justicia, la libertad de los presos y el cese de las actuaciones judiciales.

Puigdemont ha lanzado una ofensiva de "judicialización" internacional que tiene poco recorrido pero que busca erosionar la imagen democrática de España 

Al amparo del Protocolo Facultativo del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos --ratificado por España en 1985--, Puigdemont alega la violación de derechos enumerados en el pacto sobre el respeto de las opiniones políticas, la libertad de reunión y de asociación y la participación en la dirección de los asuntos públicos (artículos 19, 21, 22 y 25). Conocida la trayectoria civil y política de Puigdemont de los últimos tiempos, sus alegaciones difícilmente se sostienen: se expresa cómo y cuando quiere, constituyó y encabezó una lista electoral, se presentó a las elecciones del 21D y podría ser presidente de la Generalitat, si cumpliera los requisitos legales y las decisiones judiciales y el Parlament lo designara.

Antes de que el comité pudiera entrar a examinar el fondo, la comunicación tiene que ser admitida a trámite. Y esa fase preliminar constituye un escollo probablemente insuperable para Puigdemont, puesto que es exigencia ineludible haber agotado todos los recursos internos disponibles. La jurisdicción española está esperando a Puigdemont, tiene todas las vías a su disposición, para empezar, su aplazada comparecencia ante el juez del Tribunal Supremo.

Es probable que esta primera acción "judicializadora" internacional de Puigdemont acabe con una declaración de inadmisibilidad del comité. Su experto letrado lo sabe, pero no importa.

Puigdemont ya ha conseguido lo único que seguramente conseguirá: el impacto de haber acudido a un comité nada menos que de las Naciones Unidas, aunque sus alegaciones no sean admitidas a trámite o se demuestren infundadas. Con el añadido de una nueva oportunidad para su obsesivo intento de descalificar al Estado y erosionar la imagen democrática de España, y promover así la conclusión de que no hay otra salida que la secesión.  Como claman los Comités de Defensa de la República (CDR) en pintadas y carteles, "no se puede vivir en una dictadura".