El escandaloso y anticonstitucional movimiento secesionista catalán ha permitido al común de los españoles rasgarse las vestiduras ante el comportamiento de un cierto tipo de prensa internacional, especialmente sajona, que de forma incondicional se ha puesto al servicio, en muchos casos, de la causa independentista, llevando a sus lectores al convencimiento de que eran falsas las palabras pronunciadas un 20 de noviembre de 1975 por el entonces presidente del gobierno, Arias Navarro: "Españoles, Franco ha muerto". España, según consideración de este selecto séquito de corresponsales, editorialistas y articulistas, sigue rehén del franquismo, importándoles un comino que la mayoría de los ciudadanos españoles nacieran después de morir el dictador. Para el personal, analfabeto y sajón, la sociedad española destila fascismo por sus poros, algo que a los Puigdemont, Junqueras e Iglesias les llena de satisfacción y les gratifica.

En un reciente y celebrado artículo de Muñoz Molina publicado en El País, el escritor se lamenta que en sus círculos de amigos y colegas de Europa y de América, incluso de España, se tiene una imagen de nuestro país --para quienes saben ubicarlo en el mapa-- más próximo a una dictadura que a una democracia plena. Por muy impecable que pueda parecer la línea argumental del jinete polaco, se echa en falta en el artículo definir a sus colegas y amigos de la intelectualidad universal de "ignorantes", por utilizar un término suave y educado.

No había que esperar al golpe de Estado liderado por los gobernantes catalanes para conocer las desviaciones históricas de alguna prensa inglesa y norteamericana que, desde siempre, ha tenido la pública tentación de ejercer el paternalismo con España. Y de ello han dado muestras, salvo excepciones, periódicos como The New York Times y Financial Times, por citar solo a dos, uno de cada lado del Atlántico. Todo un compendio de mal periodismo y, sobre todo, de incultura. Salvando las distancias, uno puede, incluso, llegar a comprender a algunas de las salvajes reacciones de Trump con respecto a algunos medios norteamericanos.

Quienes nos hemos dedicado a esto del periodismo económico, podríamos hablar y no parar de la sarta de groseras manipulaciones de que ha sido objeto la economía española por parte de los medios de habla inglesa, constantemente dispuestos a dar una colleja a los acomplejados españoles siempre que pudieran sacar provecho de sus groseras fantasías.

España, según consideración del selecto séquito de corresponsales, editorialistas y articulistas británicos, sigue rehén del franquismo, importándoles un comino que la mayoría de los ciudadanos españoles nacieran después de morir el dictador

El rey Felipe, en alguna de estas ocasiones y como el que no quiere la cosa, llegó a mojarse señalando en una entrega de premios que "hoy y siempre es fundamental la labor del periodista de calidad, del que informa con rigor, analiza con conocimiento y opina con responsabilidad, respetando unas normas deontológicas elementales". No sé si tenía en mente a la prensa guiri, pero es el caso de que siguen sin aprender la lección.

Hace años, Noam Chomski escribía que la prensa, vestida siempre con los ojos de la objetividad y de la dignidad, resultaba cada vez más instrumento de manipulación informativa, de comunicación sesgada y, en fin, de presión económica, política e ideológica.

Difícil hacer conjugar ambas reflexiones y de ello han dado sobradas pruebas los prestigiosos y rigurosos diarios internacionales que llevan semanas dándose un baño de amarillismo, rebozándose en el mal periodismo y escondiéndose detrás de declaraciones a cuál más bestia y menos sostenible, cuando han abordado la difícil situación de Cataluña, en una especie de todo vale y sin que se necesitara pasar un mínimo filtro.

A raíz de la crisis económica que atravesó España desde 2008, los muchos ataques recibidos por este país no han llevado a la economía española al basurero de la historia por puto milagro, pero sí han dejado manifiestamente claros los intereses de una parte de la prensa internacional como transmisores necesarios de presiones y malas noticias interesadas bajo una filosofía que podíamos entender que debía estar descartada y que gira en torno al famoso “el fin justifica los medios”.

Recuerdo, no sin cierto grado de humor, cómo el todopoderoso y todoprestigioso diario británico Financial Times daba hace unos pocos años un ejemplo más de mal periodismo al lanzar un ataque sin paliativos a la mayor entidad financiera española por mor de que el Santander había osado instalar sus reales en plena capital londinense y hacer la competencia a al siempre exquisito y honorable sistema financiero británico, desperdiciando la oportunidad de abrir el debate sobre el siempre interesante asunto de la jubilación de los directivos de las grandes empresas.

Utilizando un lenguaje tan zafio como insultante, FT demostraba que le cuesta digerir que un banco español tenga una presencia más que significativa en el sistema financiero británico, y su redactor, un tal Jenkins, se despachaba a gusto contra la supuesta línea de flotación de la entidad española tomando como percha la edad de su presidente Botín, al que definía de "diminuto septuagenario", en una muestra infantil de un hábito periodístico muy extendido y que cabe resumir en el “te vas a enterar” como respuesta a su fallida pretensión de mantener una entrevista on the record con Emilio Botín.

La pieza publicada por FT, jaleada por algún que otro medio español, venía a poner el foco en un asunto de interés como es la necesidad o no de poner tope a los altos directivos y consejeros de las grandes empresas cotizadas, aunque el periodista desperdiciaba la oportunidad al sustituir el análisis por la acidez, la amargura y el cabreo de un periodista que no había conseguido su deseo de firmar una entrevista con el primer banquero español y había decidido tomarse la venganza.

Así las cosas, Puigdemont lo tiene fácil, sabedor de que, al menos por el momento, su imagen y sus palabras son consideradas las palabras y el rostro de un libertador de no se sabe muy bien qué causa

En ese caso y en otros muchos, no era el objetivo del periodista del FT un análisis sobre el limite de edad de los banqueros, sino el de someter a juicio sumarísimo el futuro del Santander, desde la suficiencia de un anglosajón poco dado a respetar todo aquello que proceda del sur de Europa y que, puestos a dar clases de gobierno corporativo, hacen lo imposible por no mirar en un radio de una yarda en torno a la sede de su periódico para no tener que mencionar así el monumental escandalazo de un banco --Barclays-- por aquel entonces sancionado por manipular el tipo de interés interbancario (Libor) y que le costó el cargo a su presidente, Marcus Agius, y su sustitución por David Walker, por cierto, de 72 años.

Según la teoría del tal Jenkins, que ya puestos se atrevió incluso a ligar el futuro del Santander con el de su presidente, como si una entidad de las dimensiones del banco cántabro dependiera del humor con que amanece su presidente, la reina de Inglaterra con 91 años cumplidos debería ser desalojada de Buckingham Palace; Warren Buffett, de 87 años, debería abandonar sus exitosos negocios; Carlos Slim, de 77 años, considerado como una de las personas más adineradas del mundo, debería ser expulsado de la vida empresarial; Alan Greenspan no hubiera debido presidir la Reserva Federal, o Alex Ferguson, con 72 años en aquel entonces, debería haberse jubilado una década antes.

Según la tesis (¿?) del sagaz periodista británico, todavía en activo, el 40 por ciento de los presidentes del Ibex 35 debería haber solicitado su jubilación por estar por encima de los 65 años, aunque del extenso texto con que se despacha el inglés difícil es concluir qué le preocupaba mas, si la edad de Emilio Botín o la consabida y manida colleja con la que los british o los guiris tanto disfrutan cuando se trata de tratar a uno de los pigs.

En el caso que nos ocupa del papel de la prensa ante el ignominioso comportamiento de los separatistas catalanes, su tratamiento sesgado va acompañado de errores de consideración, algo que en épocas preteritas se ha cuidado con esmero para no incurrir en ellos.

Así las cosas, Puigdemont lo tiene fácil, sabedor de que, al menos por el momento, su imagen y sus palabras son consideradas las palabras y el rostro de un libertador de no se sabe muy bien qué causa. Y para botón solo baste una muestra: produce sonrojo el papel desempeñado por la pareja de periodistas de la televisión belga cuando entrevistaron al expresidente de la Generalitat. No arriesgaría mucho si dijera que ambos tarugos podían tener dificultades para saber de Cataluña algo más que la existencia de la Sagrada Familia o las discotecas de Lloret de Mar. Cómo así le iban a formular una pregunta inteligente y que pusiera en apuros al ex M.H.

 Así se las ponían a Felipe II.