Quim Torra quiere clavar en el Palau de la Generalitat una placa conmemorativa de la intervención de las instituciones catalanas por parte del Estado. La intencionalidad es obvia: equiparar el contencioso constitucional del artículo 155 con la represión del período ominoso de la dictadura franquista. Por muy discutibles que fueran los términos concretos de la aplicación de este artículo, el intento de comparación es absurda, falta de todo rigor histórico, una demostración de las dificultades de percepción de la realidad que padecen algunos dirigentes independentistas. Sobre todo, un síntoma de la tendencia a la aflicción de la media Cataluña que aspiró a imponer su modelo a la Cataluña entera.

Esta placa del 155 no ayudará a nada, salvo a institucionalizar el relato de parte, a menos que sea de dimensiones descomunales para poder acoger una descripción objetivable de las circunstancias en las que se materializó la intervención, una especie de Piedra Rosetta del procés. Tampoco está previsto que vaya a colocarse otra placa dedicada a recordar los hechos acaecidos en el Parlament en septiembre del 2017.    

El actual presidente de la Generalitat se está convirtiendo en un político lúgubre. Su Cataluña se reduce al circuito penitenciario, a los panteones de los defensores del austracismo y a los viajes a Bruselas; su horizonte está permanentemente teñido del miedo a la represión y a la reedición del artículo 155; su relato se pierde entre las exequias del procés y la elegía de una república inexistente que el asegura protegerá hasta el final. El resultado de una política lúgubre no puede ser otro que instalar al país en una tristeza mortal de necesidad.

Esta tristeza contagiosa impide imaginar ningún futuro que no vaya a ser un desastre, analizar el pasado reciente sin caer en la autojustificación o simplemente digerir la responsabilidad del fracaso. El político lúgubre sueña con acumular derrotas para erigir monumentos en su memoria y sobre esta memoria fundamentar las hipotéticas esperanzas de una victoria lejana, siempre exigida de nuevos sufrimientos y pendientes del auxilio de unos observadores mundiales instalados en el escepticismo más cómodo. Adiós a la revolución de las sonrisas, adiós a la fuerza inapelable del hecho indiscutible, adiós a la magia de la voluntad unilateral; bienvenidos a la indignación como motor de la resistencia.

Motivos de indignación por parte del soberanismo hay muchos: sus dirigentes permanecen en la cárcel desde hace demasiado tiempo, van a ser juzgados por una rebelión imperceptible para una gran mayoría, los partidos de la causa han roto la unidad de forma clamorosa tras el fracaso de la DUI y el gobierno Torra no sabe todavía si le conviene negociar con Madrid o llamar al arrebato popular para abrir las prisiones.

Torra está encallado a voluntad en la imposibilidad de hacer política mientras se prolongue la “experiencia intolerable” que está viviendo Cataluña, en expresión suya; el presidente insiste a menudo en la descripción, pero nunca profundiza en las causas, no fuera a descubrir que la responsabilidad de las horas graves que lamenta van mucho más allá del 155 y que sus protagonistas son diversos. La indignación une, sin duda, pero también es un antídoto para enfrentar el diálogo y avanzar en un nuevo plan para todo el país cuando solo se traduce en tristeza.