Los disturbios en cadena que esta semana convulsionan Cataluña no van a detenerse. Por el contrario, ya se ha anunciado que proseguirán sin desmayo en los próximos días, con su secuela de destrozos, incendios, secuestro de carreteras y un daño inmenso a la imagen de esta comunidad.
Además, concurre en los tumultos una circunstancia estupefaciente. Se trata de que gozan del impulso, el apoyo y los parabienes de amplios círculos independentistas y del mismísimo presidente del Govern.
Han transcurrido dos años del golpe sedicioso que el Ejecutivo autonómico asestó al Estatut, la Constitución y la democracia. Pero no parece sino que hayamos entrado en un siniestro túnel del tiempo y regresado a aquellos infaustos días de desórdenes.
Una turba de agitadores y delincuentes profesionales se ha cebado sobre el centro de Barcelona, noche tras noche. Ha conseguido que varias arterias del ensanche, en particular el elegante y señorial paseo de Gràcia, se asemejen a las calles de una población del Medio Oriente castigada por los bombardeos.
Estas exhibiciones de vandalismo extremo, con connotaciones de corte cuasi terrorista, entrañan una publicidad desoladora para la Ciudad Condal y para Cataluña entera. Si algún genio del marketing planease una campaña de propaganda encaminada a hundir a escala planetaria la reputación de un territorio, no podría haberla imaginado más efectiva.
La Barcelona cosmopolita y avanzada, que atrae mesnadas de turistas y acapara congresos internacionales, ha pasado a convertirse de pronto en un agujero negro tercermundista.
Los estropicios registrados esta semana en Cataluña coinciden con la divulgación de varios informes alarmantes de índole económica.
Así, la Alianza por la Excelencia Turística (Exceltur), institución sin ánimo de lucro que promueve España como destino vacacional, advierte de que los altercados de octubre de 2017 acarrearon a la urbe la pérdida de casi 200.000 visitantes y una merma de ingresos de 300 millones.
Asimismo, hay nuevas noticias aciagas sobre la fuga de empresas catalanas a otros lugares de España. De ella, por cierto, Crónica Global ha dado cumplida cuenta a sus lectores semana tras semana.
Cinco años después del comienzo de la estampida, ésta todavía no ha cesado, ni mucho menos. Y amenaza con perdurar durante largo tiempo, salvo que la actual situación de caos, descontrol y estragos desaparezca y emerja de inmediato una etapa de normalidad.
Según el Colegio de Registradores, en el primer semestre del presente año un total de 559 compañías catalanas decidieron abandonar la región. En el mismo periodo arribaron a nuestras latitudes 359 sociedades. El saldo arroja una mengua neta de 200 firmas, a razón de más de una por día.
Desde que Crónica Global empezó a publicar los traslados societarios cinco años atrás, el volumen neto de la diáspora ronda ya las 7.000 compañías.
El ritmo de los exilios se ha aminorado notablemente en comparación con los desastrosos ejercicios de 2017 y 2018, pero aun así, la huida de negocios no cesa. Nunca antes se registró una evasión de tanto bulto en la historia catalana. Por el contrario, nuestros lares eran un poderoso polo de atracción de actividades e inversiones.
Este éxodo sin precedentes es consecuencia directa de la deplorable gestión de unas cuadrillas de políticos irresponsables e ineptos. Desde las alturas del Govern se ha venido prestado aliento y auspicio a las huestes que invaden, bloquean y machacan las vías públicas.
Quim Torra excitó los instintos más primarios de las masas instándolas a “apretar”. Y a eso se han entregado con fruición digna de mejor causa.
Otra que ha quedado retratada de cuerpo entero es la alcaldesa Ada Colau. Portavoces de los sindicatos de la Guardia Urbana han denunciado que recibieron órdenes estrictas de no intervenir. Ante la mayor crisis de seguridad de las últimas décadas, los 3.000 policías locales han brillado por una ausencia aparatosa.
Tras los graves incidentes ocurridos en el aeropuerto, el centro de Barcelona y otros enclaves, la portavoz oficial Meritxell Budó mostró su “empatía y solidaridad” con los alborotadores. Por su parte, el presidente Torra no quiso ser menos y los felicitó efusivamente. ¡Y que viva la Pepa!
Las camarillas de Torra, Puigdemont y otros prebostes han hundido Cataluña en la anarquía. La cuna del seny parece hoy un terruño al borde de la quiebra, sujeto a los delirios de una colección de orates, desequilibrados e insensatos.
En mi opinión, los actuales dirigentes de Cataluña encierran tres características funestas. Cada una de ellas, por sí sola, sería preocupante en un político con mando en plaza. Pero las tres a la vez los convierte en un peligro público: son corruptos, populistas y demagogos. Algún analista político no hostil al secesionismo redondea el relato con un cuarto calificativo, el de aventureros.
Quim Torra, caudillo de este tropel de indocumentados, es además un racista redomado. En los vomitivos artículos de prensa que publicó antaño, rebajaba a los españoles a la miserable condición de bestias inmundas. Tales exabruptos repugnan a cualquier persona mínimamente decente.
En resumen, los estragos que esta colección de perturbados ha ocasionado --y sigue ocasionando-- a Cataluña son de proporciones dantescas.