La cámara baja es el pedestal del insulto. Casado y Sánchez no son precisamente el escéptico pesimista y el escéptico optimista; no tienen nada que ver con las “cariátides de la Restauración”, como llamó Madariaga a los líderes de la alternancia bipartidista. Ahora, Casado llama “sociópata” a Sánchez, le acusa de presidir “el Gobierno del terror” y de ser un "salvoconducto de ETA". El empaque escénico de no hace tanto ha engendrado al monstruo actual. La tramoya y los bastidores aburren; ahora nos va el garrotazo dialéctico. Llega un punto en el que no sabemos si, cuando se apagan las luces y se desvisten del atrezo, los políticos vuelven la cordialidad y el buen tono. Esperemos que sí. Al fin y al cabo, es más humana la teatralidad que la ideología; es más sana y culta la liturgia que la verdad revelada.
Vivimos un terremoto similar al que tuvimos con la liquidación del imperio colonial. Solo que ahora, el territorio de la disputa está dentro de España. El homo democráticus es un rehén de la inseguridad: no hay mayorías electorales, las desigualdades sociales no menguan, las pasiones identitarias tienden al absolutismo (Cataluña) y renacen las pertenencias (Teruel y León). La derecha, el triple abanico (PP-Vox-C’s), no acepta que estamos en una etapa de conflictividad permanente, con una multiplicidad de símbolos que se nos vienen encima en forma de avalancha.
La izquierda, por su parte, es un club de socios autocomplacientes, con ideas apolilladas sobre el Estado, como el Deus ex Machina que lo proporciona todo. Además, en ambos lados, se mecen proyectos -Vox y Podemos- en los que se magnifica el futuro a base de hipotecar el presente. A medio plazo, ambos apéndices están condenados a consolidarse con sus mayores, si no quieren entrar en el callejón de la melancolía, el purgatorio de Rosa Díez y de Inés Arrimadas, convertida ya en emblema residual de la insolencia.
Es menos decepcionante el centro-izquierda que el izquierdismo y es más edificante el centro-derecha que la derecha dura. A unos y otros les incumbe fortalecerse. El Gobierno de Sánchez solo tiene un argumento de cohesión: la agenda social. Pero no podrá hacer de ella su fortaleza, cuando necesita para mantenerse a la arquitectura de la España plural encastillada en la autodeterminación, un principio falaz a pesar de su larga trayectoria. Y menos en un momento en el que Torra y JxCat utilizan el célebre deep state para demonizar a Felipe VI por su influencia en la Junta Electoral (JEC), que la suprimid la inmunidad de Junqueras, sin esperar al Supremo.
El separatismo no conoce sus límites y al atacar al Jefe del Estado cava su propia tumba en el consenso. Por su parte, la derecha no parece capaz de conjeturar escenarios ganadores. Estamos así desde que Aznar dio muestras de vertebración negociando con Arzalluz y llegando a la ciudad suiza de Zúrich, en 1999, donde Moncloa se sentó con ETA en una mesa negociadora en la que participaron Mikel Albizu, Antza, entonces jefe del aparato político de la banda, y Belén González Peñalba, Carmen. Por parte del Gobierno, Aznar envió al entonces secretario general de la Presidencia, Javier Zarzalejos; al secretario de Estado de Seguridad, Ricardo Martí Fluxá, y a su asesor personal, Pedro Arriola. La reunión contó con un moderador, el entonces Obispo de Bilbao, Juan María Uriarte.
Aquel capítulo de nuestra historia es conocido, pero conviene destacar que Aznar aguantó a pesar de que ETA trató de asesinarle en cuatro ocasiones; y es de justicia recordar hoy su gesta, por lo menos, hasta el Pacto de Estella del 2000 (PNV-Batasuna-ETA). Por tanto, aunque diga Casado misa cantada, los pactos con el soberanismo no son nada nuevo; y por ejemplo, bendita hemeroteca, UPN, PP y HB negociaron los Presupuestos de Navarra en 1993, el año que ETA asesinó a 14 personas. Los hechos son, como el ser es.
Este lunes no hubo tamayazo; no porque los alfiles de Egea, Arrimadas, Abascal y Ortega Smith no lo intentaran con mensajes a los barones socialistas y pintadas en el pueblo de Tomás Guitarte, el diputado de Teruel Existe. No lo hubo, especialmente, porque la ofensiva machacona de los de Colón acabó produciendo el efecto contrario del pretendido; no lo hubo por puro hartazgo. A la salida del plenario de investidura, Gabriel Rufián ponía en marcha su gestualidad sin palabras para recordar que, en los cimientos de la arquitectura de los pactos, ERC tiene la llave de paso. Sánchez se montaba en el coche oficial con cara de Segismundo (apurar cielos pretendo ya que es me tratáis así…).
Ha llegado el momento de repensar el futuro del Gobierno en ciernes, con ERC de muleta. Mientras duró, en el pasado, la fiebre pactista del PP vencedor, el diputado general del PNV, Iñaki Anasagasti (PNV), hizo las veces de Miquel Roca (CiU). Más allá de las pistolas, corrían el decoro y la elegancia. Anasagasti y Roca sufrían en sus territorios el acoso de dos ayatolas: el ex jesuita Arzallus, el Papa Negro de Euskadi y Pujol, sombra de un país en su maleta. No estaban bien vistos en casa y tampoco pertenecían al partido en el poder, pero no corrieron peor suerte que los catalanes Pedro Gual Villalví y Laureano López Rodo, que odiados por Falange, habían sido ministros sin cartera del Antiguo Régimen.
Desde la Constitución del 78, el mundo periférico ha tenido peso en Moncloa. En Madrid, siempre influirá más un nacionalista catalán que un dirigente del PSC. Negociar con el contrario es mejor que abrazar a tu hermano pequeño. Puede que Miquel Iceta o Salvador Illa sean el ministro catalán de Sánchez, pero de ministro sin cartera solo habrá uno: Gabriel Rufián. Y más ahora que el portavoz de ERC en el Congreso ha sentido la cornada de la inflamación sentimental a orillas del Jarama; quiere sentar reales. Maldito corazón