Dice el profesor Ignacio Sánchez-Cuenca que regresa el espíritu del doceañismo, aquel movimiento realista que sobrevoló las Cortes liberales de Cádiz, con Jovellanos y lord Holland, el hispanista temprano; también vuelve el fanatismo y su estancamiento en las “pestíferas lagunas de lo pasado”, en palabras de Galdós. El comportamiento ciclotímico de la política española presenta espacios cortos como la caída del PP de Pablo Casado seguida de la resurrección del nuevo PP de Núñez Feijóo; y, paralelamente, ofrece periodos largos, como los efectos de la Constitución tolerante del 78 frente a la deslegitimación del actual Gobierno lanzada por el bloque de la derecha, una queja en jauría, encauzada por el insulto y la imprecación de Vox, hasta abrir una zanja en el diálogo nacional de la que ahora trata de librase el PP. Pero no puede hacerlo mientras no denuncie el tono tabernario de sus socios, algo que ayer trató de rebajar la Cámara presentando el Foro Bético de las Cortes, un aproche del beticismo futbolístico, marca del humor pasional, a sus levantiscas señorías de las juntas de ofensiva.

Fejóo trata de evitar la senda de Vox, pero ya es demasiado tarde. El conflicto territorial, demonio familiar de España, ha cavado un pozo demasiado hondo. El soberanismo encajonó la ideología en el sustrato identitario y propició la reacción de la derecha. Ambos comparten la noción de soberanía detenida en el tiempo que no toma en consideración los cambios experimentados en el proceso de integración europea. Esta noción se apoya en el fallo del Constitucional, que no puso reparos a la cesión de soberanía hacia la UE pero que “combatió que la soberanía española pudiese ser compartida con otras soberanías dentro de España”, escribe el politólogo Daniel Innerarity.

En resumen, la política identitaria sigue, como un elefante en el comedor, un lustro después de la crisis de 2017. Por este rail avanza incomprensiblemente Feijóo a seis meses de las municipales y a un año de las generales. Y Podemos se lo pone fácil, con una batería de fuego amigo contra el PSOE: el carajal del sí es sí en el que siete Comunidades Autónomas y el Supremo han facilitado la rebaja de condenas, aplicando el principio del in dubio pro reo; la paralizada ley trans en la que la ponencia del PSOE, aparecida después de ser aprobada la ley el Gobierno, impone cautelas a la autodeterminación de género de los adolescentes; o la detenida ley de familia, entre otras disputas todavía incipientes, como la reforma de las pensiones, última sonda del ministro Escrivá: 30 años de cotización para el cálculo de los subsidios, con preponderancia de los últimos 20; con ganadores (las pensiones de las mujeres, que han sustituido la vida laboral por la responsabilidad familiar) y perdedores, como los trabajadores que hayan perdido su empleo en la última parte de su periodo laboral.

Este último proyecto, de enormes consecuencias, no complace a los sindicatos ni a la misma patronal, es rechazado por el izquierdismo de UP y Mas País y acogido dentro del Ejecutivo con el gesto displicente de más de un ministro. El proyecto parece así otra gran oportunidad para Feijóo, pero el PP no gana las apuestas económicas, como se ha visto en los Presupuestos Generales o en los impuestos a las grandes corporaciones. Ahora mismo, se comporta como una formación nigromante, basada en la unidad metafísica de la patria y la inmovilidad en el Consejo General del Poder Judicial, a la que Sánchez le ha colado de rondón –ya era hora— a dos nuevos magistrados en el Constitucional, Juan Carlos Campo y Laura Díez.

El jefe de la oposición espera la oscilación de la sociedad hacia el conservadurismo, siguiendo la inercia gravitacional de la Tierra, sin menoscabo de Sánchez-Cuenca. El líder conservador “no sabe hablar de las cosas”, diría Ortega. Piensa que solo se saldrá con la suya si se mantiene fiel a su hermetismo, basado en el péndulo de Feijóo.