Son la eterna mirada del infantilismo izquierdista. Ellos ya lo sabían, y siempre están con el “ya te lo dije” en la punta de la lengua. Se creen futuristas; entienden las vanguardias, escuchan a Erik Satie y leen a Boris Vian, el ingeniero trompetista; acompasan a Glenn Gould en las variaciones Goldberg y no van a la ópera porque lo consideran un espectáculo rancio. Son bi-hetero-pan sexuales; simulan perder aceite por puro postureo. La alcaldesa Ada Colau, su teniente de alcalde, Gerardo Pisarello, y Jaume Asens, jefe de lista de En Comú Podem, expresan la versión enfermiza del bello Narciso, característica del minimalismo político de nuestros días. Colau y Pisarello han convertido a Barcelona en la Ciutat Cremada; Asens, por su parte, ha convencido a Pablo Iglesias por su defensa de El Vaquilla o del último Xirinacs, pero en realidad sobrevuela su autentico destino pegado al aventurismo de Puigdemont.
Son seres determinados que no obedecen a su voluntad, sino a lo que creen que la historia les tiene reservado. Ellos ven la batalla de Waterloo con los ojos de Dios, que no avisó de la existencia de un barranco fatal a los coraceros de Napoleón. Se sienten elegidos y ungidos, porque no soportan ser soldados rasos sin visión panorámica, en un ejército de carne y hueso. Mitifican el Waterloo miniaturizado de Matamala, como el destino de los que se autoproclaman exiliados y a los que ellos llaman héroes. Llevan estrellas o lucen magros galones en la bocamanga para anunciar su poder ante la ausencia real de carisma. No forjan su liderazgo; lo imponen estéticamente, en su trenca, en el nudo del pañuelo que les hace de corbata, en la cinta del pelo o en la faltriquera que protege sus carnets de alto rango.
Cuando abordan la Ciutadella, el Consejo de Ciento municipal o el hemiciclo del Congreso, lo tienen claro: a mi derecha, la Gironda menchevique, legión de muelles pensadores; a mi izquierda, la Montaña bolchevique, pelotón de aguerridos comisarios. Colau, Pisarello y Asens se sientan en la izquierda, claro. “Nos estaban esperando”, piensan los tres antes de despertar de su pesadilla. En sueños y durante largas horas, han perseguido a jenízaros otomanos hasta el pie de los Urales; han saqueado los templos enemigos junto a los ustatchis croatas y blandido fusiles contra una raza inferior acompañando a los chetnicks de Milosevic. Sueñan lo que anhelan: la identidad, la nación como refugio del alma, la patria que liquida la humanidad, el asolanado populismo que invade el planeta con Bolsonaro, Trump, Salvini, Maduro o Puigdemont. Hablan de derechos sociales pero solo defienden espacios territoriales. Disimulan su faz en el centro del bucle catalán que enfrenta a los indepes con los no indepes. Llevan la estética del traidor pegada en los ojos, como los personajes de Chejov en los jardines de Vorobyi. Les puede el sofocón identitario y han aprendido las ventajas del desgobierno a favor de la conspiración. No se ganan el sueldo que reciben porque no gestionan el espacio público, sino que lo utilizan para destacar las ventajas agarbanzadas de su puesta en escena. Prevarican en cantidad y calidad.
Han nacido para archivar los cambios. No admiten los hechos ocurridos, como la derrota de Torra en la moción de confianza de la semana pasada en el Parlament o la caída de la inversión en Cataluña, que nos descabalga por mucho tiempo (eso solo bastaría para condenarlos a la suplencia, en cualquier banquillo). Están pendientes de su revancha, no confían en el órdago de Marta Pascal y miran con envidia el resurgir del PSC de Iceta, mientras aguardan al regreso desesperanzado de Artur Mas. No buscan seducir a los contrincantes ni a los indecisos; su discurso se vuelca sobre su eterna clientela con la mediocridad del actor secundario condenado al cameo. Les importa un bledo la fragilidad de las cuentas públicas; ellos tienen suficiente bolsillo, como para entrar en el desfile diario de prendas hipster, cuando no lucen ropa de marca con descaro, en los permanentes pesebres que la ciudad les ofrece.
Hacen de su historia la historia para medir la fractura continua entre política y utopía. Sacian sus complejos con la lectura de Esperança i llibertad (Ara), el cuaderno de cárcel de Raül Romeva, convencidos de que la política española no podrá volver a funcionar con normalidad hasta que se resuelva este conflicto de una manera civilizada. Se justifican con el “no han hecho nada”, como si el mundo se hubiese detenido aquel primero de octubre por obra del espíritu santo. Se han pasado la vida hablando de derechos, pero eligen pisotearlos todos y contener la respiración ante el ensalmo patriótico del president legitimista, que pronto será una especie de Carlos Hugo. No les asusta Pavía, ni por los espolones de su armadura ni por las criadillas de su caballo, mostradas a cielo abierto, entre los delicados troqueles de su disfraz. Alaban a sus enemigos porque no tienen valor para denostarlos y porque prefieren esperar a la dulce venganza de un mañana sin Españas. Levantan sus banderas al viento; saben que el sketch será más recordado que el gesto. Salen a diario en los medios, convencidos de que el exceso permanece mientras dura el ruido. Se hablan entre ellos tapándose los labios, como los jugadores de fútbol seguidos por las cámaras de televisión, pensando que el pasa palabra es una prueba de exitoso misterio. Exponen su relato al estilo de la ciencia ficción; viajan en el tiempo junto a los personajes de Kurt Vonnegut (Las sirenas de Titán) para rehacer el pasado con su calamitosa afición a la historia, y no se arrepientan de nada cuando descubren la falacia de su montaje, como le ocurrió a Edipo al saber que Yocasta era en realidad su madre.
Colau, Asens y Pisarello arrastran el estigma de una pretensión inmerecida. No pertenecen al futuro.