La destrucción atrae. Aquí tienen al alcaldable frustrado Jordi Graupera, con un partido que tiene nombre de fondo de inversión --se hace llamar Barcelona És Capital-Primàries o BCapital--; promete que, si sale elegido, convertirá a la Guardia Urbana en una force de frappe del próximo golpe indepe. Además, pondrá a 300 cuentacuentos para que estimulen a los niños, a la puerta del colegio, con el relato de la República catalana, esa distopía triste. Se confiesa inversor vocacional en guarderías y jardines de infancia. No tiene ninguna opción, según el último sondeo de GESOP, pero él se emperra. Pertenece al club de megalómanos y estetas, tan ignorados por el mundo como convencidos de que tienen razón.
Tiene un toque indumentario a lo Jeff Bezos, pero se presenta como un hijo pródigo de Carles Puigdemont, al que pide consejo en sus idas frecuentes a Waterloo. Es de los que reconstruyen la historia a partir de las derrotas injustas y las revoluciones masacradas. Le va la marcha, pero en el fondo es un firme partidario de la geopolítica de la hibernación, la que trata de ganar tiempo y aplazar su hecatombe para un futuro menos incierto. Es políticamente breve, como su currículum, confesado con discreción: unas clases de filósofo en Nueva York, las acanalladas tertulias y su fuerte actividad en Twitter.
Y no es el único. En la nota de color de estas municipales del 26M le acompañan otros camaradas perdedores, como la CUP-Capgirem Barcelona, con Anna Saliente de prima donna y Carles Riera de figurante y, naturalmente, la lista de JxCAT con Joaquim Forn y Elsa Artadi, que podría sacar 5 ó 6 concejales, castigada por el trasvase de voto más sangrante, ya que solo uno de cada cuatro votantes de CiU en el 2015 elegirían ahora la papeleta neoconvergente. Pero no les preguntes; ellos están en el camino, encarnan al mito gnóstico; cada noche visitan en sueños el Cabaret Voltaire, aquella taberna de Zúrich en la que los inmigrantes cantaban canciones para olvidar las tristezas de la Gran Guerra.
Como es bien sabido, en la superficie de los hechos, el candidato de ERC, Ernest Maragall, ganaría las municipales, pero necesitaría pactos para gobernar. Ada Colau le roza los talones y el socialista Jaume Collboni camina jadeante para cerrar un nuevo acuerdo con la edil, como aquel que le dio oxígeno en la primara mitad de la pasada legislatura. Al exprimer ministro francés Manuel Valls, que se presenta bajo las siglas de Ciutadans (Cs), el sondeo le otorga el 13,1% del apoyo electoral, con 6 concejales; pero el mismo barómetro no le da ninguna opción a un pacto entre constitucionalistas (PP-Valls-PSC).
Con las cartucheras de Guy Debord llenas de munición, los alcaldables sin padres políticos señalan a la cultura como un cadáver ambulante, dicen que la economía es un truco, el Derecho una imposición y la política real una feria. Quieren cambiar el orden del mundo reescribiendo sus contenidos. Odian el sintagma, como aquellos esforzados jinetes de la Internacional Letrista, que rompió con del Movimiento Letrista de Charles Chaplin. Deconstruyen lo real, pero lo hacen medio siglo tarde. Pronto nos dirán que King Kong y el Monstruo del lago Ness son proyecciones colectivas del Estado autoritario; sustituirán a Leviatán por Walt Disney. Cuando estos originales subalternos de vuelo corto se reúnen con los de JxCAT, les alienta a todos la fiera y, para distraer el fracaso, hablan de una nueva unidad del espacio independentista. Sin ir más lejos, el mismo Graupera ha confesado que echa en falta a la vieja convergencia de Lluis Prenafeta y Macià Alavedra, el sector negocios del pujolismo más conspicuo y mercantilista. Es toda una prueba de su dadaísmo posmoderno. Pero no acaba aquí. Graupera está soportando con estoicismo la polémica generada por un tuit de la expresidenta del Parlament Núria de Gispert --miembro de su lista-- en el que se comparaba a políticos de PP y Cs con cerdos. Valiente matón; situacionista de piñata.
Mientras la clase política espera del 26M el Infierno (nada), el Purgatorio (el cargo de concejal) o la Providencia (un puesto de 10.000 machacantes netos al mes en el Europarlamento), arrecian las últimas alarmas sobre el aumento de la inseguridad en nuestras calles. Los avisos vienen del Fepol, el sindicato de los Mossos d’Esquadra, que denuncia la desconexión entre los cargos políticos y el mando unificado. ¿Hasta qué punto? Hasta el punto de que Mossos tienen que pedir, ¡a diario!, la ayuda de la Guardia Urbana para perseguir delitos en la Región Metropolitana, asegura Toni Castejón, responsable del sindicato policial. La inseguridad crece a medida que avanza la inconsciencia del discurso indepe. La misma Ada Colau, a horas del comienzo de la campaña municipal, lanza una repique de campanas archioportunista contra el consejero de Interior Miquel Buch, a quien hace responsable del desmadre de los hooligans del Liverpool en la Plaza Real, de las ventas ambulantes en Ciutat Vella y de los memes, nuestros meninos da rua, vergonzoso escaparate del desgobierno. Nuestros líderes piensan que no les pagan para eso. A ellos les va la bronca, como la que le montaron a la ministra de Justicia, Dolores Delgado, en el Campo de Mauthausen o los pitos que les lanzó un grupo indepe asilvestrado a los familiares de Manuel Azaña, presidente de la II República, el día en que Pedro Sánchez honró al gran hombre en su tumba de Montauban, sur de Francia.
Colau lleva años metida en las prioridades de Cataluña por encima de la ciudad de Barcelona y ahora le cogen las prisas. Ernest Maragall se le come la tostada y la mujer no quiere perder el poder del cartapacio. Dado el presupuesto municipal de Barcelona y su poder real ante la indolencia de la Generalitat de Torra, el trono del Saló de Cent simboliza al auténtico virreinato catalán.