Aunque a los españoles nos cueste creerlo, pues no va con nuestra idiosincrasia, hay países en que los políticos dimiten: véase el reciente caso de Boris Johnson en el Reino Unido, aunque también es verdad que se ha ido antes de que lo echaran, impostando una dignidad imaginaria, pues hacía un tiempo que el dedo acusador de la nación le estaba señalando la puerta. El hombre ha cedido a una presión muy poco española, la que han ejercido todos esos ministros, subsecretarios y altos funcionarios (solo ha faltado el gato de la familia) que se han ido dando de baja para ver si lo perdían de vista, cosa que han acabado logrando (es inimaginable una actitud semejante entre los mandamases del PSOE para librarse de Pedro Sánchez, por no hablar del caso Laura Borràs, que ya es de traca).

Aunque coincide con el 50 aniversario de la publicación del disco de David Bowie The rise and fall of Ziggy Stardust and the Spider from Mars, no consta que la dimisión de Boris consista en un homenaje a tan seminal álbum, ya que, en este caso, las arañas de Marte se reducen a una cucaracha humana llamada Dominic Cummings, que pasó de consejero a némesis de nuestro hombre y lleva esparciendo basura a su respecto desde que salió a patadas de Downing Street por llevarse mal con Carrie Symonds, parienta del exprimer ministro y mujer de armas tomar, como aún recuerdan los vecinos de su anterior domicilio por las broncas que se tenía con su Boris, que los obligaban a llamar a la policía y que los tenían tan contentos como Britney Spears a George Clooney cuando vivían en mansiones conjuntas de Los Ángeles.

Boris se ha ido calificando de borregos a los miembros de su partido y sin recordar la puñalada que le asestó a su antecesora, Theresa May, para hacerse con su cargo. Se le ve ofendido y un pelín indignado, como si le sorprendiera la poca paciencia que tienen sus compatriotas con un tío tan saleroso como él, que otra cosa no, pero diversión le ha proporcionado a la plebe a granel con sus constantes meteduras de pata y espectaculares salidas de pata de banco. Les deja un país dividido y con un Brexit que tal vez podrían haberse ahorrado, ya que las peores consecuencias del portazo a Europa aún están por llegar, pero él parece estar convencido de haber hecho razonablemente todo aquello que se había propuesto.

¿Tiene algún futuro en la política británica? Bueno, aún es joven (58 años) y dudo que lo admitan en el circuito internacional de conferencias bien pagadas en el que suelen entrar muchos de sus colegas (a no ser que opte directamente por la stand up comedy, donde yo creo que podría deslumbrarnos a todos), por lo que es de prever que aspire a quedarse entre bambalinas (un poco a lo Trump) para ver si en algún momento puede volver a subirse al carro de la cosa pública. Pero, por ahora, dentro y fuera de su partido, el deseo más generalizado es quitárselo de encima.

Desde el punto de vista profesional, Johnson ha sido un político trapacero que firmaba acuerdos que se saltaba a las primeras de cambio y que se enfrentaba a las crisis como buenamente podía, o sea, mal. Recordemos su respuesta al coronavirus, cuando le dio por no hacer nada y predicar la inmunidad de rebaño (aunque hay que decir en su descargo que su padre la había tomado con él por intentar cerrar los pubs, algo que a Nigel Farage, gran liante del Brexit, le habría parecido antipatriótico, pues nunca se le ha visto en una foto sin una pinta en la mano).

Los asuntos internos tampoco los ha llevado muy bien, como demuestra la inacabable lista de jolgorios etílicos celebrados en el 10 de Downing Street y que él, en su inocencia, confundía con reuniones de trabajo. Amigo de sus amigos, ha clavado el último clavo de su ataúd con la defensa numantina de un colega acusado de abusos sexuales, Chris Pincher, al que la lógica más elemental aconsejaba dejar caer.

Aunque nos cueste creerlo, hubo una época en la que Boris Johnson caía bien. Cuando era alcalde de Londres, parecía un verso suelto de los tories, con su bicicleta, esos trajes que siempre le sentaban como un tiro, esa incapacidad para peinarse superior a la de Puigdemont, ese incomprensible acento posh con el que se comía la mitad de las letras de cada palabra: era como si el Bertie Wooster de P.G. Wodehouse hubiese llegado a algo en la vida. Luego ya vimos que tras esa apariencia de simpático badulaque había un tipo de una ambición desmesurada que, por no tener, no tenía ni una ideología clara: se hizo antieuropeísta de la noche a la mañana, y siguiendo los consejos de su compadre Cummings; en su pasión pro-Brexit solo le superaba el UKIP de Farage, pero casi todo el mundo consideraba a éste un botarate. Que es en lo que acabó convertido también Johnson, en uno de esos políticos que nadie entiende cómo han llegado al poder hasta que es demasiado tarde para poner coto al desbarajuste que generan.

Mientras Dominic Cummings se relame de gusto en su guarida y Keir Starmer afila sus cuchillos, Boris se se va haciéndose el ofendido y poniendo cara de no entender por qué la toman de esa manera con él. Genio y figura, hasta la sepultura. Y ahora, que se apañe otro con el marrón del Brexit, que él tiene que preparar su repertorio de chistes para su futuro como humorista de club nocturno.