Ramón de España habla sobre las cacerías humanas de Radovan Karadzic durante la guerra de los Balcanes
El juego más peligroso
"A diario pasan cosas que te recuerdan lo de que la realidad supera a la ficción, pero algunas de ellas contribuyen a hacerte perder la escasa confianza que te quedaba en la humanidad"
El norteamericano Richard Connell (1893–1949) publicó en 1924 un relato breve titulado The most dangerous game (La presa más peligrosa, mal traducido en España como El juego más peligroso, problemas de las palabras con dos sentidos, sobre todo si juegan con el significado a su conveniencia) que no tardaría mucho en llamar la atención de la industria cinematográfica, que lo usaría de inspiración para diversas adaptaciones. La primera (y mejor) data de 1932, la dirigieron Ernest B. Schoedsack e Irving Pichel, la protagonizaron Joel McCrea y Fay Wray (la novia de King Kong) y se estrenó aquí con el título de El malvado Zaroff.
La cosa iba de dos cazadores que van a parar a una isla controlada por un millonetis cosaco, el tal Zaroff, que se entretiene organizando unas entretenidas cacerías humanas para diversión de sus amigos e invitados. Ejemplo de cazador cazado (o de regador regado), nuestros héroes se convierten en los animales perseguidos por su funesto anfitrión quien, creyendo haber ideado el juego más peligroso, acaba enfrentado a las presas más peligrosas, pues McCrea y su socio son de abrigo y no están dispuestos a dejarse matar a las primeras de cambio.
Muchos años después, entre 2005 y 2011, Eli Roth dirigiría las tres entregas de su exitosa serie Hostel, claramente inspirada en el viejo relato del señor Connell, aunque sustituyendo aquí a los cazadores originales por diversos estudiantes norteamericanos perdidos por los Balcanes de la más reciente postguerra, convertidos en víctimas de la insania de ricachones degenerados que disfrutan mucho de poder torturar y matar a gente, a cambio de dinero, en una zona en la que el equilibrio moral es, digamos, precario.
Me acordé del malvado Zaroff y su juego más peligroso al leer las noticias recientes sobre Sarajevo al final de la guerra, cuando Radovan Karadzic (ese ser de luz) se lucraba organizando sesiones de asesinato múltiple con las que entretener a ricachones europeos y norteamericanos con ganas de matar gente sin tener que enfrentarse a las consecuencias. Si te aburrías en Nueva York, París, Londres o Barcelona y tenías los contactos adecuados, llamabas al serbio de turno y podías ejercer de asesino en serie en las calles destruidas de Sarajevo, con tu rifle de mira telescópica y sentadito en un observatorio seguro. No te podías llevar a casa los cadáveres de todos esos desconocidos, ignorantes de que te habías sumado a la fiesta, pero se te quedaban en el marcador mental.
A diario pasan cosas que te recuerdan lo de que la realidad supera a la ficción, pero algunas de ellas contribuyen a hacerte perder la escasa confianza que te quedaba en la humanidad. Hay que ser muy rastrero para irte al otro extremo del mundo a asesinar a gente que ya tiene bastante con los francotiradores del enemigo y luego volver a casa como si solo hubieses participado en una partida de paintball. Satisfecha tu pulsión asesina, te reintegrabas en la sociedad y seguías ejerciendo tu respetable trabajo como si aquí no hubiera pasado nada: según las investigaciones del periodista italiano que ha puesto en marcha tan deprimente pesquisa, entre los clientes del juego más peligroso había médicos, abogados, profesores y rentistas que se desahogaban con tan siniestra actividad y a los que va a costar Dios y ayuda localizar.
Reconozcámoslo: todos hemos tenido ganas alguna vez de matar a alguien. A veces con motivo. A veces sin, solo por saber qué se siente al apretar un gatillo y ver desplomarse a alguien porque tú, jugando a ser Dios, así lo has decidido. La mayoría de nosotros nunca pone en práctica sus tendencias asesinas, pero algunos pueden aceptar ofertas tan tentadoras como la de los amigos de Karadzic. Como los asesinos en serie tradicionales, aunque más funcionales, una vez concluido el desahogo criminal, seguro que estos sujetos (espero que estén empezando a temblar en sus lujosos apartamentos, pues no son más que la versión upper class de los desgraciados que prenden fuego a vagabundos para pasar el rato) llegaban a casa, acariciaban las cabecitas de sus hijos y preguntaban qué había para cenar, con ganas de pasar una agradable velada doméstica después de haber participado en the most dangerous game.