Sostienen los anglosajones que, si no puedes decir nada bueno de alguien, más vale que no digas nada. Es un consejo que intento seguir, sobre todo en el caso de los difuntos, pero no siempre lo logro. Lo he conseguido con el profesor Culla –al que mi amigo Alex Tercero hizo ayer un traje a medida en este diario– y puede que lo consiga cuando fallezca Jordi Pujol, si tal cosa llega a suceder algún día, cosa que a veces dudo, pero mientras siga vivo y siga largando sin tasa, me va a costar lo mío.

Acabo de enterarme de que, en unas recientes declaraciones radiofónicas, ha insistido en sus obsesiones habituales: la identidad catalana corre un serio peligro, y lo mismo le ocurre al idioma local, que es el único, según él, que deberíamos hablar los habitantes de este paisito. Y me ha vuelto a irritar con esa habilidad que tiene el hombre para sacarme de quicio y aburrirme al mismo tiempo.

Tiene 93 años y es incapaz de quedarse callado y dejar la siembra de cizaña en manos de sus alumnos más aventajados, que se cuentan por docenas (uno de ellos tiene, en estos momentos, agarrado de las gónadas al presidente del Gobierno español).

Tiene a la parienta con alzhéimer, hecha polvo y sin enterarse de nada. Tiene a todos sus hijos pendientes de cruzar unas palabritas con la justicia española, si algún día se celebra ese proceso contra toda su familia, él incluido, que lleva un tiempo (¿demasiado?) en marcha. Pero ya lo dijo Marta Ferrusola: para su ínclito marido, Cataluña siempre pasaba por delante de todo, incluyendo a su familia (o asociación criminal, o lo que sea ese engendro).

Sus seres queridos tienen problemas muy serios, pero él solo piensa en sí mismo y en su legado, que a mí me parece lamentable: podemos maldecir cuanto queramos a Puigdemont, pero el que puso en marcha todo el desastre catalán de los últimos años fue el señor Jordi Pujol i Soley.

Una de las pocas cosas buenas que le encuentro al hecho de envejecer es perder la fijación por la trascendencia. Yo he conseguido deshacerme de ella y les aseguro que ha sido toda una liberación. Ya no pienso en el libro que me hará famoso o me sacará de pobre o, a ser posible, ambas cosas. A lo sumo, miro hacia atrás, pienso (brevemente) en los más de treinta títulos publicados (entre novelas, ensayos y novelas gráficas) y concluyo que me lo pasé bien escribiéndolos. Sí, me hubiese gustado que se vendieran más, pero no puedo quejarme en exceso: los escribí y me los publicaron. ¿Qué más quiero? Ya no pienso en el libro que me hará famoso y me sacará de pobre. Caso de hacerlo, me sentiría miserable y patético. Y si yo, que estoy cursando primero de carcamal, he conseguido librarme de la maldita trascendencia, ¿por qué no lo logra el señor Pujol, que está a punto de terminar la carrera? ¿Por qué se empeña en seguir siendo relevante? Probablemente, porque bajo ese supuesto amor a Cataluña lo que yace es un desmesurado amor a sí mismo.

De ahí la necesidad de lavar su imagen, ensuciada sin remedio desde lo de la deixa de l'avi Florenci, progenitor de nuestro diminuto übermensch. De ahí la pulsión de seguir dando consejos, aunque nadie se los pida. De ahí la incapacidad de quedarse callado y dedicarse a disfrutar de los estupendos programas de la televisión que se inventó para consolidar una patria inventada previamente y que tan útil le ha sido para endiosarse y creerse, como su detestado general Franco (al que tanto se parece, en el fondo), un caudillo providencial.

Sin duda alguna, Jordi Pujol es el genuino padre de la Cataluña que sufrimos actualmente. Supongo que eso le llena de gozo, como a mí me desespera. Sí, señor Pujol, usted es el principal responsable de este desastre que es la Cataluña contemporánea, pero permítame que no le dé la enhorabuena, ya que a mí me ha amargado usted la vida adulta, como antes me amargó la adolescencia el Caudillo.

Entre los dos, solo me han dejado vivir más o menos en paz un lustro (que no son 50 años, como cree el actual ministro de Cultura del Gobierno español, Ernest Urtasun), el comprendido entre 1975, cuando Franco decidió diñarla, y 1980, cuando usted se hizo con el poder casi eterno gracias, en parte, a la pusilanimidad de los socialistas, que se ha mantenido vigente desde entonces. ¿No podría olvidarse ya de su trascendencia, como yo me he olvidado de la mía? ¿No podría, con perdón, callarse de una puta vez?

Considero que usted le ha hecho un daño tremendo a Cataluña en general y a mi ciudad, Barcelona, en particular (que podría haber evolucionado de otra manera sin su hostil supervisión). Puede estar tranquilo, ya que, aunque su tiempo ha pasado, su magisterio ha calado hondo. Ya tiene a quien hable por usted. Piense un poquito en su familia, dedíquele sus últimos años de vida, deje Cataluña en manos de sus brillantes alumnos. Y, sobre todo, déjeme en paz. Se lo ruego.