Todo parece indicar que la matraca independentista no va a remitir a corto plazo. Puede que los soberanistas no consigan ampliar la base social para llevar a cabo sus planes, pero con la que tienen les basta para ganar todas las elecciones que les pongan por delante. Hay dos millones largos de catalanes que son de una fidelidad perruna a sus obsesiones y que se lo perdonan todo a sus líderes: que declaren la república y se vayan de fin de semana, que las empresas huyan despavoridas, que el principal responsable de la movida se fugue a Bruselas dejando tirados a sus secuaces... Todo eso les da igual, ya que la culpa de todo es de España, de Mariano Rajoy y del artículo 155 de la Constitución. Esos dos millones largos de catalanes componen la que, con toda probabilidad, es la secta destructiva más numerosa del planeta, y hasta que la cosa no afecte a sus bolsillos, seguirán en sus trece.

Como no hay manicomio capaz de albergar a tanta gente, no nos queda más remedio que convivir con ellos, aunque nos estén amargando la existencia. En teoría, debería ser posible la convivencia educada entre unos y otros, a condición de que los ganadores de las elecciones no dediquen todos sus esfuerzos a jorobar al que no piensa como ellos. Es lo que pretendía el pobre Iceta, y ya ven sus gloriosos resultados. El matonismo de los nacionalistas ha llevado a una situación en la que las dos mitades de Cataluña se detestan mutuamente y acaba imponiéndose el voto del odio. Los maltratadores se consideran maltratados y querrían perder de vista a los genuinamente basureados. Estos, a su vez, se radicalizan también y acaban votando a Ciudadanos --partido ganador de las elecciones, aunque no le sirva de mucho-- porque la cantinela progre de Domènech no va a ninguna parte y porque, para seres de luz, ya tienen que aguantar al beato Junqueras y no necesitan que Iceta, con toda su buena intención, proponga indultar a unos políticos que todavía no han sido ni juzgados.

Opté, lo reconozco, por el voto del odio. Igual que los independentistas

Me pongo a mí mismo de ejemplo: estuve dudando hasta el último minuto entre Iceta y Arrimadas, pero en el momento de la decisión final solo pensaba en jorobar a los indepes que me joroban a mí y les deseaba lo peor, así que acabé cogiendo la papeleta de Ciudadanos, aunque cada día sea una formación más de derechas que no se parece mucho a lo que fue en sus inicios.

Opté, lo reconozco, por el voto del odio. Igual que los independentistas. La situación ha devenido tan tensa y desagradable, se ha radicalizado tanto y se ha hecho tan bronca, que a unos y a otros el cuerpo nos pide marcha. Como decía Borrell, un día de éstos llegaremos a las manos. Por la actitud dictatorial del Gobierno español, según los indepes. Por la intolerancia y el matonismo de los soberanistas, según los que no lo somos. En cualquier caso, un panorama lamentable que invita al exilio o a no salir de casa. Y también, eso sí, una evidencia: por mucho que nos reviente, a la hora de votar, ellos son más que nosotros y no tienen contemplaciones con los disidentes. Delante ya solo tienen a Ciudadanos, ya que el PSC se ha dado una buena torta con las urnas y el PP debería ir pensando en cerrar sus delegaciones en Cataluña. Y la cosa aún podría ser peor: 1.100.000 votos para Inés Arrimadas son un montón de votos y demuestran que los independentistas no lo van a tener tan fácil como creen. No se me ocurre otra cosa a la que agarrarme, la verdad. Hasta que la secta de los dos millones no sufra en sus carnes las consecuencias económicas de sus deseos, dudo que recapacite. Y algunos no lo harán nunca porque, para ellos, siempre se equivocan los demás: si no se les da la razón, se van de España, de Europa y hasta del sistema solar.