Me pregunto en qué papelera de Tarragona acabó el libro de Jordi Borràs que, enriquecido por una dedicatoria venenosa del autor, le obsequió Quim Torra a Felipe VI durante su tenso encuentro en la inauguración de los Juegos Mediterráneos. Todos sabemos que a los monarcas y a los políticos se les suele regalar todo tipo de porquerías que no les interesan lo más mínimo: de ahí la figura del ayudante o edecán, que suele ser un civil para los políticos y un militar para los reyes. Uno y otro saben perfectamente lo que tienen que hacer con el trasto de turno que les acaba de endilgar el jefe: mientras hacen como que se lo guardan hasta que pueda disfrutar de él, en realidad se deshacen del objeto molesto en cuanto pueden. Y con mayor motivo en el caso del fan del Capità Collons, cuyo regalo era, simplemente, una provocación y una ofensa que alguien menos educado que Felipe VI habría utilizado para esculpirle un buen chichón en la frente.

A falta de algo mejor que hacer, los indepes han entrado en una política de gestos. Empezando por el jefe de la secta: primero se manifiesta contra la presencia del Rey en Tarragona, luego se coloca a su lado para la inauguración de los juegos y, entre medias, anuncia que parte peras con la Casa Real, a cuyos miembros no piensa invitar a partir de ahora a nada que se celebre en Cataluña. Si el gurú se comporta así, ya pueden imaginar lo que hacen las víctimas de su secta destructiva: expedir documentos de identidad de la república catalana a ocho euros la unidad; quemar fotos del Rey y de los políticos que les caen mal --gran novedad de este año en las verbenas de San Juan--, disfrazando de libertad de expresión lo que solo es una desafortunada mezcla de rencor y estupidez; lucir el lacito amarillo de marras y clavar cruces del mismo color en las playas, aunque esto último empieza a flojear porque ya casi está aquí la temporada turística y el euro es el euro...

Mi gesto favorito es ese que consiste en poner a la entrada del pueblo que sea una señal como del ministerio de Fomento en la que pone que estás entrando en un municipio de la república catalana. Lo suyo sería arrancarlo --cosa que sucede cada vez con mayor frecuencia-- y partírselo en la cabeza al alcalde, pero es mejor que la compasión se imponga a la ira y la señal se quede ahí hasta el Día del Juicio Final, acumulando polvo y sarcasmos. Total, el mensaje es tan fiable como uno que rezara "Pueblo hermanado con el planeta Raticulín, donde el hermano del vidente Carlos Jesús trabaja como mecánico de ovnis".

Todos estos entretenimientos grotescos pretenden hacer como que no se ha perdido la batalla contra el Estado. Como ese fantasmal Consejo de la República del que habla siempre Puigdemont y como la próxima memez que se le ocurra a su mayordomo, que igual consiste en que, para protestar frente al enemigo, los catalanes llevemos a partir de ahora la ropa interior sobre la exterior, como proponía el dictador de Bananas, la película de Woody Allen.

La fugada Clara Ponsatí acaba de decir que hay un límite para el ridículo que está dispuesta a hacer por la patria, que ese límite se ha superado hace tiempo y que no cuenten con ella para perseverar en la charlotada. A veces, el exilio, como el talego, tiene virtudes terapéuticas: fíjense lo bien que le está sentando el encierro a Oriol Junqueras, a quien pudimos ver enseñando al que no sabe y barriendo su jaulita con más garbo que Ruiz Mateos, gracias a unas imágenes robadas por otro galeote de presidio. Hay gente en la secta que es imposible de desprogramar, pero la actitud de Junqueras y Ponsatí permite albergar ciertas esperanzas entre los partidarios de la cordura.