Con todo el cristo del apagón, la noticia ha pasado completamente desapercibida: igual sólo nos hemos fijado en ella los cenizos de rigor. Resulta que, minutos antes del advenimiento de la oscuridad y de la caída de internet, un operativo conjunto de la policía nacional y la autonómica detuvo en Castelldefels a un yihadista que se disponía a atentar contra nosotros. Mi enhorabuena a ambos cuerpos policiales, pero no puedo dejar de pensar que no concedemos a este asunto la importancia que, a mi parecer, tiene.

Es como si se nos hubieran olvidado los atentados de la Rambla de Barcelona y de Cambrils (éstos sirvieron al menos de inspiración a mi amigo Javier Cercas para sus novelas policiales, algo es algo). No nos tomamos en serio la amenaza yihadista. Puede que la policía sí, pero políticos y ciudadanos en general dan la impresión de pasarse la vida mirando hacia otro lado. Algo que no nos podemos permitir, como demuestra esa detención del terrorista de Castelldefels en la que casi nadie parece haber reparado.

Sobre este tema, Cataluña demuestra ser un paisito muy curioso. Un lugar en el que después de un atentado islámico, casi antes incluso de condenarlo, sale alguien (un político, una locutora de radio…) a decir que, por lo que más queramos, no incurramos en la islamofobia, como si el islamismo radical no constituyera un problema de primer orden para nosotros.

Cuando se expulsa a algún imán y se le devuelve a su país (sus motivos tendrá la justicia española, digo yo), siempre salen las almas bellas de su pueblo, que suelen militar en el lazismo, a decir que el clérigo en cuestión es una bellísima persona maltratada por el perverso Estado español. Si la persona bella es el alcalde del pueblo, se fotografía con el deportado, lo abraza y se solidariza con él, dado que ambos viven sometidos a los españoles. Les da igual que la policía lleve tiempo investigando al sujeto y que haya acumulado informaciones que aconsejan la deportación (o, directamente, el trullo). Él no se ha molestado ni en enterarse de qué demonios está largando en la mezquita, pero sabe, por ciencia infusa, que el tipo es un ser entrañable. Puede que el ser entrañable haya aleccionado a unos adolescentes para que pongan una bomba en su casa, pero esa posibilidad ni la contempla.

Aparte de estos alcaldes buenistas, tampoco se detecta mucho interés por el yihadismo entre los líderes de los partidos políticos. Solo nos queda, pues, la policía, para enterarnos de lo que andan tramando los seres más lamentables de la masiva inmigración árabe. Sí, ya sé que la mayoría de integrantes de este colectivo sólo han venido aquí huyendo del hambre y en busca de un futuro mejor para sus hijos, pero entre tanta gente se nos cuelan los locos de Alá (la mayoría han nacido aquí, como los de la Rambla y de Cambrils y son, en teoría, españoles y catalanes pero, al parecer, basta con un cura que les coma el coco para que se conviertan en terroristas).

La detención del tipo de Castelldefels me hace pensar que en cualquier momento se puede repetir lo de la Rambla, que estamos sentados encima de un polvorín y no nos damos cuenta, que el buenismo hacia este asunto no soluciona nada y que, como dice la expresión popular, poco nos pasa.

Podemos aguantar que los árabes no hagan el menor esfuerzo, no ya por integrarse, sino por conllevarnos. Podemos aguantar sus tabarras sobre la comida halal para el colegio de sus críos o la falta de mezquitas en su pueblo (normal en un país de raíz católica, ¿no?). Podemos aguantar que, pese a venir aquí para no morir de inanición en sus países, nos miren por encima del hombro por infieles. Podemos aguantar que se paseen en pantalón corto y chancletas mientras sus parientas van disfrazadas de bolsa de basura. Pero lo que no podemos aguantar de ninguna manera es que nos vuelen la cabeza cuando a los miembros más delirantes de su colectivo les dé por ahí.