Hay cosas que parece que solo pueden suceder en España. Por ejemplo, que la formación de un gobierno tras unas elecciones generales dependa de un fugitivo de la justicia y aspirante a presidiario que sigue insistiendo, en su delirio, en que es el presidente legítimo de la Generalitat de Cataluña. Acorralado por todas partes, detestado por los españoles, los europeos y un buen número de catalanes (incluyendo a esos independentistas que lo consideran, no sin razón, un cobarde en posesión de una jeta descomunal), Carles Puigdemont se ha encontrado con un inesperado minuto de oro tras esas extrañas elecciones generales en las que los dos principales partidos españoles han quedado prácticamente empatados, y con sus siete diputados, el hombre ha revivido temporalmente (aunque en realidad solo le han sacado unos instantes del cubo de agua en su permanente sesión de waterboarding a lo Guantánamo). Aparentemente convertido de nuevo en líder indiscutible del independentismo, nuestro Puchi pide la luna para apoyar a un posible gobierno de Sánchez (la amnistía, el referéndum, ¡y también dos huevos duros!) y exige unidad a ERC, la CUP, Òmnium y la ANC (Xavier Antich, actual mandamás de Òmnium, le echa una mano con una llamada de su club a la unidad soberanista). Se trata de que todo el mundo indepe reconozca la autoridad política y moral de Cocomocho para que él pueda perpetuar su fantasía de rey en el exilio. Lamentablemente, las fuerzas a las que aparenta recurrir se detestan mutuamente y, lo que es peor, de fuerzas tienen muy poco.
Tras las últimas (o penúltimas, probablemente) elecciones generales, el independentismo se ha quedado más desarbolado que nunca, perdiendo en total 700.000 votos, que se dice pronto. La CUP, tras dudar entre si presentarse o no a unas elecciones extranjeras, han sido expulsados del Congreso de los Diputados. ERC ha perdido bastantes efectivos. En Junts ya hay disparidad de criterios acerca de si hay que obedecer al Hombre del Maletero o si hay que empezar a considerarlo como lo que es, un orate endiosado a cuya parienta le acaban de soplar 6.000 euros al mes porque su partido no ha pillado cacho en la Diputación de Barcelona, de la que dependía ese programa de televisión de la señora Topor (¿o era Sopor?) que no veía nadie. En la ANC se dan conatos de motín ante la peculiar manera de dirigir a la banda que tiene Dolors Feliu. No sé si Puchi ha medido sus fuerzas antes de plantear su programa de máximos al Estado, pero estas son escasas y están desunidas no, lo siguiente, pues se imponen entre ellas el odio y las posibles opciones para hacer caja metafórica y literalmente.
Es posible que Puchi sepa que sus llamadas a la unidad no sirven para nada, pero que las haga para quedar bien, para disimular sus auténticas intenciones, que se reducen, simplemente, a dificultar la gobernabilidad de España, a hacer la puñeta, a (con perdón) joder la marrana, que es lo único que aún está mínimamente a su alcance. Y si para ello hay que llevar al partido a la irrelevancia, adelante con los faroles: podrá hacerlo mientras sigan al frente de Junts sicarios suyos tan mentalmente dañados como Laura Borràs y Jordi Turull. Pero me pregunto cuánto tardarán los neoconvergentes con dos dedos de frente (que alguno habrá, digo yo) en darse cuenta de que su líder los está llevando al precipicio político y financiero. De hecho, no sé qué tendrá lugar antes, si la extradición a España del enloquecido Cocomocho o su defenestración de su propio partido por el bien de lo que quede de este. Se admiten apuestas. En cuanto a lo que pueda ganar Puchi de una repetición de las elecciones, solo se me ocurre una cosa: tiempo.