En esta vida, todos debemos recurrir al autoengaño de vez en cuando para poder tirar adelante, pues ajustarse literalmente a la realidad suele traer consecuencias más bien deprimentes y lesivas para la autoestima. Y puestos a autoengañarse, mejor hacerlo a lo grande, como Anna Gabriel. Miren qué bien le ha ido en Suiza, a donde se fugó sin que prácticamente la persiguiera la justicia española, que la acusaba de desobediencia por la charlotada de octubre del 17, algo que no implicaba posibles penas de cárcel. En Barcelona, perdía miserablemente el tiempo con sus amigas de la CUP y ahora tendría que hacerle caso a ese señor con pinta de monje de Montserrat que está al frente de la banda. En Suiza, por el contrario, dirige un importante sindicato que le permite hacerse la ilusión de que sigue combatiendo al capitalismo, aunque viva en un país que es la quintaesencia no solo del capitalismo, sino también de la usura, pues todos conocemos la costumbre suiza de almacenar dinero ajeno sobre cuya procedencia nunca se han hecho demasiadas preguntas.
Anna Gabriel, que habla un francés excelente, ha encontrado en su supuesto exilio una manera de prosperar en la vida: de quimérica perroflauta a mandamás de un sindicato, mutación que ha traído incluso un cambio físico, pues salió de Cataluña con el aspecto desaliñado que distingue a las chicas de la CUP y desde que está en Suiza parece la presidenta del club de fans de Françoise Hardy. Comparada con el resto de infelices que andan por el mundo haciéndose los exiliados, lo de la señora Gabriel ha sido prácticamente como hacer las Américas sin salir de Europa (cierto es que Valtònyc ha pasado de vender tomates en el puesto de verduras de su madre a técnico informático de la Casa de la República, que tampoco está nada mal, pero lo suyo no tiene punto de comparación con lo de la excupaire).
En cierto diario digital subvencionado por el régimen ha sentado muy mal que Anna Gabriel se presentara ante el Supremo para poner orden en su situación legal, convenientemente acompañada del indispensable abogado de etarras, que siempre va bien para la práctica del autoengaño, pues ayuda a mantener la fama de malote antisistema. Me la contraponen a Marta Rovira, que también está en Suiza y que ahí sigue, muy digna, sin rendir pleitesía a la justicia española. Pero se nos oculta que nadie sabe qué hace ni de qué vive Marta Rovira, mientras que todos sabemos que lo de Gabriel es una muestra clarísima de cómo se prospera en esta vida con una excusa política. Digámoslo claro: Anna Gabriel es la única fugitiva que ha sabido sacarle partido a su nueva coyuntura, de ahí que piense quedarse a vivir en Suiza porque tiene un curro mejor que cualquiera que hubiese podido tener en Cataluña y porque no tiene que rendir explicaciones de nada al monje de Montserrat que dirige su peculiar esplai independentista.
Puede que Anna Gabriel sea la única, digamos, exiliada con el talento necesario para montárselo dignamente en un país extranjero. Los demás, de Puchi a Valtònyc, pasando por el pianista chaquetero y el paladín de la gralla, son, comparados con Gabriel, una pandilla de inútiles cantamañanas que ya no servían para nada en Cataluña y con los que nadie sabe qué hacer en Bélgica (o Suiza, en el caso de la llorona patriótica Marta Rovira). De ahí que la señora Gabriel haya decidido poner orden en su vida (porque tiene una vida, a diferencia de los demás fugados, y da la impresión de que le gusta más que la que llevaba en su amada Cataluña), presentándose ante la justicia y confiando en que le arreglen lo suyo para poder venir por aquí de vez en cuando a ver a la familia y a los amigos.
Dicen que toda desgracia trae aparejada una oportunidad. De toda la desbandada posterior a la salida de pata de banco de hace cinco años, Anna Gabriel es la única que ha aprovechado esa oportunidad, se ponga como se ponga el director de ese digital del régimen que le afea amablemente la conducta. Ella va a lo suyo y, como se dice en el ejército, el que venga atrás, que arree.