La Asamblea Parlamentaria de la Francofonía cuenta desde 2008 con 88 parlamentos, a los que ayer se unió el catalán en condición de miembro asociado, tras doce años como observador. Más agradecido y emocionado que Lina Morgan cuando cantaba Gracias por venir, el ínclito Torrent participó telemáticamente en la reunión y, ¡oh, sorpresa!, aprovechó para quejarse de lo mal que nos tratan los españoles y la saña con que nos reprimen. ¿Le hizo caso alguien? No consta, pero seguro que el hombre se quedó tranquilo y descansado, por más que la Francofonía no le parezca a uno el ámbito más adecuado para plantear quejas y reivindicaciones regionales. No hay más que ver cómo se trata el catalán en Francia para comprobar que poca solidaridad se puede esperar procedente de esa dirección con las desgracias de esta desafortunada tribu del noreste de España.
La obsesión oficial por formar parte de la francofonía viene de antiguo. Ya en 2005, Pasqual Maragall porfiaba sin éxito por integrarse en la Organización Internacional de la Francofonía, aunque en su caso podía considerarse la típica pijada del burgués barcelonés que siempre ha hablado francés y cree que todo el mundo lo habla porque solo se trata con los de su clase social. Ciertamente, Barcelona fue una ciudad afrancesada en la que según qué gente leía Le Monde o Paris Match, y esa Barcelona llegó hasta los tiempos de Artur Mas (que son los míos, pues nacimos el mismo año), que, en el 2014, antes de desaparecer por las alcantarillas de la historia a las que le había arrojado la CUP, volvió a insistir en la adhesión de Cataluña a la Francofonía (esta vez fue el gobierno central el encargado de quitarle la tontería de la cabeza).
No sé qué espera sacar el señor Torrent de que el parlamento catalán engrose las filas de la francofonía, como no sea otro foro para gimotear, en el que me temo que le harán el mismo caso que en aquellos de los que ya dispone (limitado, tirando a nulo). En tiempos de Maragall, Mas o un servidor de ustedes, aún podría haber obedecido a una cierta pulsión psicológica burguesa --y se le habría dado una alegría a Joan de Sagarra--, pero hoy día, cuando los hablantes de francés en Cataluña no llegan al 14% de la población, cuando el inglés lo ha sustituido como lengua franca (sin que las autoridades escolares sigan el ejemplo de los países nórdicos y lo enseñen bien en los colegios), cuando apenas quedan quioscos a los que lleguen Le Monde y Paris Match, cuando la chanson es una reliquia y nadie sabe muy bien si Godard sigue vivo o no, ¿alguien me puede explicar para qué queremos los catalanes integrarnos en la francofonía?
Incluso desde un punto de vista lazi, ¿qué beneficios se pueden extraer del ridículo intento de disfrazarse de francés? Absurda y anacrónica, esta victoria pírrica del señor Torrent al permitirnos pasar a los catalanes --incluidos los que no saben francés ni piensan aprenderlo-- de observadores de la francofonía a miembros asociados de la misma, recuerda poderosamente esa actividad tan nuestra consistente en peinar al gato cuando no tenemos nada mejor que hacer. ¿Será tan solo una extravagancia inofensiva de un determinado sector del lazismo? Lo ignoro, pero si alguien me lo explica, de verdad que le quedaré muy agradecido: ilumíneme, señor Torrent.