La política española, históricamente acostumbrada a juzgar la realidad bajo el modelo de los bandos y las parroquias, con frecuencia belicosas, se ha instalado de nuevo en una inquietante espiral de polarización entre posiciones extremistas. El cuadro estaba en proceso de configuración desde la irrupción de Podemos en el tablero, pero no ha terminado de cerrarse hasta que hace un mes escaso, el 2D, día de las elecciones andaluzas, una nueva fuerza que es la antítesis, pero también una suerte de gemelo de los antiguos jacobinos, logró convertirse en un actor político relevante, capaz de influir en las instituciones.
Vox, que no se sabe todavía muy bien qué es, pero que recuerda mucho a algunas pesadillas y evoca usos políticos que se creían periclitados, ha llegado para quedarse. Basta analizar los votos que consiguió en buena parte de las circunscripciones de Andalucía, incluyendo barrios humildes y zonas rurales. Están presentes, aunque sea de forma discreta, en casi todas. Igual que sucedió en su momento con Podemos. Vox no es pues el resultado de una fiebre repentina y pasajera. Tampoco es una cruel broma de la historia pretérita, que se repite con máscaras distintas. En los comicios andaluces, donde hemos visto a los politólogos de guardia hacer gráficos a posteriori para argumentar su apriorismo teórico, se ha dicho que el crecimiento --desde la nada-- de esta fuerza de ultraderecha responde básicamente al desafío catalán, un culebrón que hastía a toda España, empezando por los catalanes que no son independentistas.
No es que sea incierto, pero esta obviedad --el nacionalismo siempre alimenta más nacionalismo, igual que una horda produce simplemente más masa-- no explica por completo las razones profundas por las que una parte de la sociedad respalda (no necesariamente en positivo: el castigo también es una poderosa motivación electoral) un proyecto político que replica, a escala ibérica, el ideario del trumpismo: España, first. Vox es más que una hábil operación de marketing basada en el escándalo, que no funcionaría si entre nosotros no existieran, igual que en Estados Unidos, creadores del precedente Trump y también del ridículo concepto de lo políticamente correcto, todo un ejército de ofendiditos profesionales, esa gente de mentalidad infantil que cree que la vida es igual que el algodón de azúcar de una feria.
Tampoco es exacto calificar el fenómeno voxiano, igual que al precedente podemita, con el concepto del populismo. Si tal etiqueta identifica a quienes ofrecen soluciones simples, y por lo general engañosas, a problemas que son complejos podríamos decir sin equivocarnos que todo el arco parlamentario español es manifiestamente populista. En el debate público, la tensión, el enfrentamiento y el postureo brillan mientras se prescinde de cualquier atisbo de razón argumentada. Se persigue la identificación emocional y la gestión interesada de las frustraciones ajenas. Rara vez se intenta convencer al contrario de algo.
Que nuestra política se ha polarizado lo avala la ausencia total de argumentación, sustituida en los discursos políticos por la proclama gruesa. Si el periodismo de declaraciones no es al cabo periodismo, sino un simple registro de voces descontexualizadas, la política basada en las redes sociales, construida a base de impactos, tuits y viralidad máxima, no es estrictamente política, sino un obsceno comercio de pulsiones humanas. En esta espiral están sumidos todos los actores políticos: desde los recién llegados a las marcas tradicionales.
Vox representa, más que una resurrección del falangismo imperial, ridículo en una sociedad donde la vulgaridad se considera un gesto de personalidad, algo más descorazonador: la reinvención de un dogmatismo tradicionalista que resume a España por la mezcla chusca de los toros, la caza y el fanatismo católico. Valores que solo representan a una parte muy concreta de la sociedad, pero que pretende ganar espacio en el imaginario compartido. En buena medida, con la ayuda de los partidos tradicionales, donde el relativismo y la endogamia hace tiempo que instauraron un vacío mental donde sólo importa alcanzar el poder, no para qué se utilice.
Los monstruos populistas son los hijos de la desatención de los partidos moderados. La política funciona como un ecosistema social. Vox, igual que Podemos, es un síntoma de un deterioro social donde no hay buenos y malos, sino víctimas y aprovechados. No puede ser la solución de la política española porque no persigue mejorar la sociedad ni garantizar la convivencia, sino aniquilar al contrario, igual que PSOE y PP buscan desde hace décadas su propio interés partidario, no el colectivo. En la España real, en boca de todos, unos para negarla y otros para idealizarla, no piensa --ni cree-- nadie.