En una de sus disertaciones sobre poesía, el escritor argentino Jorge Luis Borges menciona un relato de KiplingThe Manner of Men– donde se reproducen tres antiguas supuestas plegarias fenicias que, a su entender, condensan de forma ejemplar, y sin duda perdurable, ese sentimiento estremecedor de la llegada de la muerte, vista como una vivencia íntima y, al mismo tiempo, compartida. “Madre de Cartago, devuelvo el remo” es la primera. “Duermo, luego vuelvo a remar”, la segunda. La tercera reza así: “Dioses, no me juzguéis como un dios/sino como un hombre/a quien ha destrozado el mar”. Son los cantos postreros, los nobles himnos de despedida, de hombres lejanísimos que concebían la vida al modo de una perpetua navegación. Un adentrarse solos en el mar sin tener la certeza de regresar. 

En su último adiós al mundo, los milenarios navegantes expresan, más que un lamento o su angustia, la dignísima aceptación de su destino y también un desconcertante sentido de la fraternidad. Ninguno de ellos, aunque se encuentren con el pie en el estribo, cree que sus remos, gracias a cuyo impulso han gobernado las olas, les pertenecen; piensan que son un patrimonio de todos los hombres y, en consecuencia, de ninguno en concreto. Igual que la vida. La muerte aparece en estos textos eludida, como si fuera un sueño que un día concreto, a una hora exacta, se convierte en realidad. Morir, según la segunda de estas plegarias, es continuar viajando. La tercera elegía parece preventiva: al temer el juicio de los dioses, el marinero anónimo reclama que, dada la fragilidad de la condición humana, se le trate con piedad. 

En estas tres oraciones están resumidas las mismas sensaciones que todos –los enfermos y los que aún estamos sanos– hemos sentido estos días de espanto, cuando vemos convertirse en cierta la lotería de Babilonia, metáfora de los crueles caprichos de la Fortuna, esa dama terrible que desvincula la causa de las cosas de sus efectos y destruye toda suerte de confianzas, previsiones y esperanzas. Nuestro presente fue anunciado por los clásicos: la muerte de un solo hombre es la muerte de todos. Las epidemias de nuestros ancestros son análogas a las nuestras. Ha cambiado el paisaje, pero un mismo desconcierto, la idéntica impotencia, permanece. La muerte del coronavirus nos rodea como el Mediterráneo acogía las embarcaciones de los fenicios, creadores del alfabeto y primeros reyes del comercio. 

En su conferencia, el escritor argentino se pregunta si estas plegarias son auténticas o si las escribió en secreto Kipling. No importa demasiado. Todas esas muertes, que ocurrieron en el pretérito, son ahora nuestras contemporáneas. “Los anónimos marineros fenicios han muerto, Kipling ha muerto. ¿Qué importa cuál de esos fantasmas escribió o pensó estos versos?”, escribe Borges. Los hombres desaparecemos; los poemas, perduran. Y, pese a los siglos, siguen transmitiendo la misma sensación de miedo que nos acompaña en este encierro franciscano. No se trata de un pensamiento. Es el sentimiento de que nacemos para morir. Y que no decidimos ni dónde, ni cómo, ni cuándo.

Conviene recordarlo ahora que los políticos, superados por la inconsciencia y la imprevisión, gestionan con mentiras y silencios esta crisis sanitaria que ya es social, y que ha cambiado para siempre el mundo que  conocíamos porque, de un golpe, nos ha transformado a cada uno de nosotros. Quienes creían lejana la muerte, se la han encontrado al doblar una esquina; aquellos que se pensaban inmunes a la enfermedad, contemplan de cerca la dureza de su rostro; los que recelaban de la fe, a falta de otro remedio, han recordado cómo era eso de rezar. “A veces, el buen Homero se queda dormido”, escribió Horacio. El Gobierno dice que lo peor de la tragedia está por llegar mientras el periodismo reescribe todos los días el Apocalipsis. Recordamos una frase de Plinio: “Con la muerte de un hombre muere un rostro que jamás se repetirá; miles de circunstancias, un sinfín de recuerdos”.