La sociedad virtual, heredera del espíritu líquido que caracterizó al posmodernismo más temprano –ya saben, la muerte de los grandes relatos y el relativismo aplicado a todos los ámbitos de la vida–, ha convertido la muerte en un espectáculo insustancial gracias a las redes sociales. No tanto porque la posibilidad de perecer no se considere ya una tragedia, como sucedía en el mundo inmediatamente anterior, sino por su complementaria naturaleza cómica. Que todos vamos a morir algún día lo descubrimos en cuanto tenemos uso de razón. Más tarde, si se tiene la suerte de cumplir años, comienza la inevitable sucesión de decesos ajenos: abuelos, padres y amigos (prematuros). El rosario negro termina con nosotros mismos, aunque si la fortuna no nos abandona puede que quizás seamos los últimos en darnos cuenta del trance. 

Últimamente hemos convertido la muerte en una frivolidad: el coronavirus, la primera gran epidemia de la era tecnológica, cuyas consecuencias más inquietantes son las psicológicas, evidencia que hasta el hecho más terrible (de todos los posibles) puede ser objeto de bromas virales. De humor negro. Es el síndrome de la risa en los entierros. La carcajada que expresa la desesperación por dejar este mundo. Hay quien cree que enfrentarse al final con una sonrisa es una actitud mediante la cual la vida termina, al cabo, imponiéndose al llanto. Ocurre, sobre todo, cuando la muerte nos es ajena. Cuando la guadaña se nos acerca, o creemos que podemos enfermar por un mal estornudo, la perspectiva cambia. 

El miedo tribal, casi comunitario, en el que estamos inmersos desde hace dos meses parece, más que un fenómeno puntual, el síntoma de un profundo cambio de paradigma mental. Vivimos un nuevo milenarismo alimentado por las analogías. Los hechos históricos nunca se repiten de idéntico modo, pero la lectura del pasado siempre ha influido en nuestra forma de entender el incierto presente. Hay cosas inmutables. Eternas. Cuando una sociedad cree ser víctima de alguna forma de apocalipsis –el COVID-19, en cierto sentido, lo es– su forma de pensar cambia. Y no siempre para mejor. Al calor de las pandemias crecen antiguas profecías, nacen iglesias apocalípticas, cunde la superstición y se propaga el pánico. Por supuesto, ya no habitamos en una sociedad de monjes, guerreros y labriegos, como ocurría en la Edad Media, pero el progreso (y sus disfraces) no nos hace inmunes a los temores psicológicos, que son universales y no se ciñen ni a un espacio concreto ni a un tiempo tasado. 

A casi todas las epidemias de Occidente les ha seguido una reacción cultural contradictoria. Por un lado, se extiende el sentimiento trágico de la vida, que diría Unamuno; por otro, resurge el hedonismo súbito. Son actitudes tan antiguas como el tiempo, condensadas en dos de los grandes tópicos literarios: por un lado, el carpe diem; por otro, el ubi sunt. El vitalismo del Renacimiento, por ejemplo, es incomprensible sin tener presente los efectos de la visión medieval sobre la muerte, causada por las grandes epidemias de peste que, siguiendo las rutas comerciales, exactamente igual que ahora, se extendieron por todo el orbe conocido en el siglo XIV. 

Nuestros actuales trastornos económicos ya no se refieren al fenómeno de los señoríos vacantes, propios de aquellos siglos lejanos, pero sí tienen repercusión bursátil. De la crisis del coronavirus emergerá una mentalidad distinta. Nada volverá a ser igual. Es un hecho histórico que las sucesivas y terribles pandemias medievales –peste, malaria, cólera, tifus y lepra– acabaron con el feudalismo, tocado antes por la crisis económica y las revueltas campesinas, del mismo modo que el coronavirus ha sacado de su eje a la economía global y ha trastocado la rutina de todos, devolviéndonos miedos ancestrales que parecían disueltos, imposibles. 

Entonces, igual que ahora, el miedo favoreció el populismo de los pobres contra los ricos y extendió el odio contra las minorías, a las que se les colgaba el sambenito del mal sobrevenido. Da pavor releer el Decamerón de Boccaccio: “La tribulación y el espanto habían entrado en el pecho de los hombres y las mujeres, un hermano abandona al otro, el tío al sobrino y la hermana al hermano; la mujer a su marido, y lo que es casi increíble, los padres y las madres evitan atender a los hijos como si no fuesen suyos”.

El terror es el sentimiento más libre que existe. El pánico virtual, característico de nuestra era, es aún peor porque no se sustenta en hechos ciertos, sino en elucubraciones expandidas a través de teléfonos móviles. Vivimos en un mundo en el que la verdad y la mentira se han vuelto indistinguibles. Todo es posible. Incluido un retorno a las creencias de la Edad Oscura.