Una de las prácticas políticas más antiguas que existen consiste en disfrazar la realidad, atenuándola o exacerbándola, mediante las artes del lenguaje. La oratoria, ciencia aplicada de la retórica, es el origen de esta tradición que busca seducir, persuadir o convencer a través de las palabras. Por desgracia, es una disciplina que ya no se practica ni en los colegios ni en la vida pública, donde escuchar un buen discurso --con argumentos-- se ha convertido en una anomalía exótica. Lo que ahora se llevan son los argumentarios (comerciales) para las mentes simples y las neolenguas que practican las sectas de lo políticamente correcto.
Los políticos, como es sabido, mienten en todas las variantes posibles: faltan a la verdad, la enuncian a medias o sencillamente la evitan, según conveniencia. Por eso resulta vital, si uno quiere ser un ciudadano digno de tal nombre, cuestionarse los términos con los que desde el poder nos bombardean a diario. El nuevo Gobierno, nacido de un acuerdo indeseado por sus propios protagonistas, pero que ha terminado imponiéndose ante la debilidad de todos, se define como “progresista”. En realidad, es un Ejecutivo liberal porque, como ya demostrara Pessoa en El banquero anarquista, la mejor forma de ejercer de ácrata es tener dinero. No hablamos, por supuesto, de liberalismo económico --con Montero al frente de Hacienda la ecuación siempre es la misma: más impuestos y peores servicios públicos--, sino de apertura mental.
El planteamiento con el que Sánchez I, el Insomne y sus socios quieren solucionar la crisis provocada por el independentismo en Cataluña consiste en aplicar la máxima suprema del liberalismo, pronunciada por Vincent de Gournay en el siglo XVIII: Laissez faire et laissez passer, le monde va de lui même (Dejen hacer y dejen pasar, el mundo va solo). Aplicada al contexto político actual significa vendernos el cuento de la “desjudicialización del conflicto político en Cataluña”, por supuesto a demanda de ERC, a los que, como explicó Montserrat Bassa desde la tribuna del Congreso, la gobernabilidad de España les importa un comino. El nuevo Ejecutivo, rehén de la falta de mayoría parlamentaria propia, ha decidido no sólo ignorar esta proclama narcisista, sino dejar hacer a quienes desean tumbar la democracia española para sustituirla por una utopía regresiva sustentada en “la identidad”.
En esta lógica se enmarca la designación como fiscal general del Estado de la exministra Delgado, encargada de contentar a los socios independentistas y facilitar --seamos piadosos-- que la ley no se aplique a los amigos, por supuesto con el aval (a la carta) de la Abogacía del Estado. El plan de descompresión --lo que desde Moncloa se llama política-- pasa por presentarnos a Sor Junqueras como un beato, considerar a los CDR ciudadanos ejemplares y reunirse con un Torra inhabilitado, como si todavía representara al Govern. Los gestos de distensión incluyen desmontar el veto de Borrell a las embajadillas de la Generalitat, celebrar los permisos penitenciarios de los políticos condenados por sedición y llevarlos de excursión al Parlament para que nos cuenten (otra vez) sus hazañas épicas. Sin olvidar la hibernación de los recursos judiciales contra las mociones independentistas.
¿Se puede ser más liberal con los independentistas? Evidentemente, no. La ministra Montero lo resumía en su estreno como portavoz: “La política no se puede esconder detrás de las togas porque complica la resolución de los conflictos”. Lo ideal, quién lo duda, es que en la vida no hubiera litigios y que éstos se solucionasen mediante el diálogo. Ocurre, sin embargo, que la función de la Justicia es dirimirlos cuando entre las dos partes en liza, una de ellas, o las dos, no se avienen a un acuerdo o se saltan las leyes. Impedir la actuación de los jueces no es hacer política. Es burlar los derechos (de todos) que la ley protege. Lo de Cataluña tampoco es un conflicto. Es un desafío. Y el Gobierno ha decidido empezar la legislatura de las virtudes tragándoselo entero. A la manera liberal.