Los jacobinos de Podemos, que dejaron de serlo tan pronto como nacieron, probablemente porque jamás lo fueron de verdad, celebraron este fin de semana un acto público delante del Museo Reina Sofía de Madrid para celebrar el retorno (¡tres meses después!) de Pablo Iglesias, su líder cósmico, a la primera línea política, que en este caso es la carrera electoral. De alguna manera pretendían resucitar la retórica de sus comienzos. Ya saben: “los poderosos” contra “el pueblo”, representado, igual que en la iconografía soviética de los campesinos y los señores, por una pensionista, un taxista, una estudiante, un comunista (que no ha conocido el comunismo) y otros representantes de lo que ellos llaman la gente

La puesta en escena buscaba el reencuentro con las bases, decepcionadas por los errores cometidos desde las moquetas de las instituciones, de las que los diputados morados abominan mucho pero les permiten pagar sus hipotecas. Aquello fue una misa --en abismo-- con su correspondiente autocrítica teatral. Cada vez que Iglesias se flagelaba en público, y por supuesto recibía la honda comprensión de la tropa, moría un gatito. El examen de conciencia quedaba una y otra vez en nada. “Sí, hemos decepcionado a mucha gente, hemos cometido errores, hemos dado vergüenza ajena con las luchas internas y nos hemos convertido en un partido más, pero votadnos”. Un flagelo de caramelo. 

El marxismo ortodoxo era mucho más duro --y cruel-- con su hijos descarriados que Podemos, cuyos cofrades, en su idealismo, siguen viendo a Iglesias como a un Cristo laico que intenta recuperar la vieja dialéctica del arriba/abajo después de abandonar el binomio izquierda/derecha. ¿De dónde volvía exactamente Iglesias? ¿Del limbo? ¿De la montaña, como Moisés? ¿O del chalé de Galapagar? La respuesta adecuada, sin duda, es la tercera.

Las últimas encuestas indican que el partido morado va a perder 31 diputados y más de nueve puntos de respaldo electoral. Un auténtico desastre. Su única opción para no seguir en la oposición haciendo de profetas, sin llegar nunca a ser reyes, pasa por convertirse en la muleta del PSOE de Sánchez, reforzado --ya veremos si lo suficiente como para mantener un poder que no le dieron las urnas-- en número de diputados. Y no precisamente por sus méritos, sino por los deméritos morados. 

Los errores de Iglesias y Cía, que han convertido a Podemos en una empresa familiar, no son circunstanciales. Son estructurales. Toda su acción política gira, de una forma u otra, alrededor de los problemas de su líder, su familia y su patrimonio. Un caso patológico de narcisismo. La historia de Podemos ha pasado así de ser colectiva a convertirse en privada, incluyendo la sucesión in fieri --si las cosas salen demasiado mal el 28A-- a favor de su pareja, emulando el modelo Kirchner. Un plan pensado para nada cambie mucho --salvo el nombre de la marca, formulado ahora en femenino– y que siempre haya una luz encendida en Galapagar velando por “las verdades” que deben conocer los españoles. 

En el fondo, el problema de Podemos en relación a la democracia española --las veinte familias, los poderes fácticos, la sinceridad de quienes mandan más que los diputados, a los que, por cierto, nunca les ha caracterizado la libertad, sino la devota sumisión a sus jefes de filas-- no es de diagnóstico, sino de soluciones. Las mentiras de la partitocracia que cuentan en los mítines hace mucho tiempo que dejaron de ser novedad. Todos las conocemos. Y no se solucionan con un megáfono ni fundando una iglesia teocrática. Podemos ha perdido su patrimonio político más valioso: la credibilidad de los que venían de la calle. Ellos han cambiado para mejor; sus votantes, en cambio, siguen igual. Lo de Iglesias no es un regreso épico. Es una nerudiana triste y melancólica que, como escribió el poeta chileno, demuestra que “los de entonces, ya no son los mismos”.