La etimología, que es el arte que describe la magia ancestral de las palabras, diferencia claramente entre los políticos y la política. Parecen términos equivalentes, pero desde el punto de vista histórico designan conceptos divergentes. Los políticos son los gobernantes de la polis. Rectores sabios, dictadores crueles o líderes populistas. Hay de todo. La política es la comunidad. Todos nosotros: la sociedad que ejerce el derecho de ciudadanía, cuya naturaleza varía según el instante cronológico. Para Aristóteles, la ciudadanía griega obligaba a participar en los asuntos públicos; durante el siglo XVIII el concepto tiene que ver con las libertades y la posesión de patrimonio. En el XIX el término incluye el derecho a votar y a constituir banderías. En el siglo XX, en Occidente, implica una conquista social: el Estado del Bienestar. 

En estos veinte días de encierro súbito provocado por el coronavirus todos estos significados de ciudadanía se han ido por el desagüe. Ser un ciudadano se ha convertido en un pasatiempo triste y chato: se limita a salir al balcón para aplaudir (a los sanitarios) o tocar la cacerola (contra la monarquía). Nada más. Aunque podemos extender su sentido a un inesperado privilegio: disfrutar de un asiento de primera para contemplar el espectáculo de nuestra ruina. La función que se nos ofrece es del género piadoso: oculta a los muertos –casi 12.500– y pretende cegarnos con el cuento de que la cultura sirve para entretener, cuando su función es ayudarnos a discurrir solos.

El ejercicio pensar con autonomía se ha convertido en una herejía. Los voceros del poder llevan lanzando desde el primer día de espanto el mensaje de que ahora es el momento de la “unidad” (debida) –exigen así nuestro asentimiento– y que “no toca” –como solía decir el padrecito Pujol– indagar sobre las responsabilidades de esta crisis, que es sanitaria y económica, al tiempo que cultural. Lo que desean los que están al mando y aquellos que aspiran a estarlo algún día es que no pensemos. Esto es: la muerte de la política, que debe ser sustituida por la candidez y la dictadura de lo políticamente correcto. Señales, sobran: Moncloa se pregunta a sí misma en sus famosas ruedas de prensa virtuales, el diálogo es una suma de soliloquios y el espacio público, vacío, se ha transformado en un escenario sin personajes. 

En una sociedad hundida por una catarata de muertos, asustada, encerrada por decreto, a la que le dosifican los partes diarios de desgracias como la ración de un mal jarabe, sería una anomalía que no se oyeran voces que se hagan preguntas o reflexionen sobre lo que nos está pasando. El Gobierno, sin embargo, ha decidido que tal conducta sea proscrita, como demuestra el ministro del Interior, Grande Marlaska, que afirma: “Este Gobierno no tiene que arrepentirse de nada”. Ni siquiera de sus omisiones. Convendría recordarle al ministro la famosa frase de La Bruyère, preceptor de Luis XIV: “Hay personas que si pudiesen conocer a sus subalternos y a sí mismas, se avergonzarían de sobresalir”.

Lo natural sería que los políticos se dedicaran a gobernar en lugar de a predicar. Nuestros gobernantes, aunque no lo contempla el decreto de alarma, pretenden también adoctrinarnos, como los curas. Vivimos el resurgir de una moral de Estado, que se autoabsuelve todas las mañanas (con sus tardes). Pedro I el Insomne ensaya ante el espejo los discursos de Kennedy y nos promete que su Gobierno encontrará –sin duda– la vacuna contra el COVID-19 a pesar de haber sido hasta el momento incapaz de dar mascarillas a los profesionales sanitarios, carecer de respiradores para los enfermos críticos y comprar tests defectuosos en un mercado donde se especula con la vida y con la muerte. Como función de circo, es ciertamente inmejorable. 

El problema son las víctimas (presentes y venideras), que van a tener la impertinencia de hacerse sus propias preguntas y recordar sus quebrantos. Y, como es lógico, sacarán sus conclusiones. Los politólogos y asesores de Moncloa son incapaces de entender que su relato (tan adolescente) carece de verosimilitud ante una sociedad atrapada por este estado de angustia. Ni siquiera sospechan que la gente, que es la que representa a la verdadera política, no va a olvidar que la democracia no ha podido salvar a su madre o a su abuelo del virus, que no les han permitido enterrarlos y que ellos, o sus hijos, tienen por delante la negra sombra de la debacle económica. En esta crisis se enfrentan dos tipos de moralismos: el gubernamental, que es un moralismo sin moral, donde quien establece lo que está bien y mal practica sin temblar el pragmatismo autoindulgente para sobrevivir, y la moral ciudadana, que examina sin miedo alguno la conducta de quien manda.

Los que estamos encerrados, y no digamos aquellos a los que ha tocado el ala de la muerte, nos hemos convertido en psicólogos de nuestra impotencia. Lo que vemos desde los balcones es a nuestros conciudadanos tratando de salvar a la sociedad: abuelas que cosen mascarillas, empresas que hacen país, ingenieros que fabrican respiradores y un ejército solidario. Mientras, los gobernantes se encastillan en sus argumentarios. Pascal escribió: “Toda nuestra dignidad consiste en el pensamiento. Pensar es el principio de la moral. El hombre es un junco pensante”. En Moncloa pueden ahorrarse los sermones. Tienen todas las de perder. De hecho, ya han perdido la batalla del relato. Los juncos se doblan ante la corriente, pero nunca se parten.