Fratelli e sorelle carissimi: los misterios no son eternos. Se resuelven. Especialmente los que no eran tales. Las leyes nacionalistas de desconexión, que se han hecho públicas tras la burda manipulación que el soberanismo hizo de las muertes de las Ramblas --ya saben: unos muertos eran catalanes y otros, no--, empiezan a concretar, negro sobre blanco, aunque aún sin firma nominativa, que no hay que poner en peligro el patrimonio (personal) por un delirio, cuánto de honda poesía identitaria y cuánto de materialismo sectario tendría la hipotética pero inminentísima República catalana, cuyos progenitores son tan considerados que, en principio, dejarán compartir la nacionalidad española con la pertenencia condicionada al pueblo elegido.

De entrada, nos asalta una duda: ¿Lo de la doble nacionalidad no rige ya? Según la Constitución, los catalanes son españoles de pleno derecho y, en virtud del Estatut, Cataluña es una nacionalidad histórica. ¿Para esto tanta brasa? Parece indudable: la compatibilidad de identidades (culturales) no es el problema; sólo era el pretexto. Suponemos que la generosa oferta de dejar a la gente ser dos cosas al mismo tiempo, situación en la que nos encontramos la mayoría de los españoles, ha sido incluida en la ley sic transit gloria mundi porque temen que Cataluña se quede vacía si aquellos que optan por ser españoles en vez de catalanes --para ellos es obligatorio elegir-- se mudan, dejando al país naciente sin la mitad de los sujetos pasivos a los que cobrar los impuestos. Mientras desentrañan el misterio agustiniano de ser dos y uno al tiempo, la única conclusión que obtenemos tras leer el engendro legislativo es que el prusés, como era previsible, tiene que ver con lo material, no con lo espiritual.

Lo más alarmante de la proclama tribal, que Puigdemont sopesa aprobar por decreto a pesar de sus endechas en favor del derecho a votar, es el tratamiento previsto para la deuda y el patrimonio público. El planteamiento de partida de los legisladores autonómicos, dicho sea con delicadeza para que no se molesten, confirma que toda la sardana de la soberanía es, esencialmente, en un gigantesco desfalco. Los nacionalistas no piensan asumir deuda alguna con el resto de España --se trata un Estado colonialista, según el catecismo indígena-- pero en cambio sí que ambicionan, como hizo la Santa Iglesia con el Imperio Romano, sustituirle por el método de la suplantación catastral. Traducido a los viejos términos comunistas: todo lo mío es mío y lo tuyo también es mío.¡Habemus Republicam!

El planteamiento de partida de los legisladores autonómicos, dicho sea con delicadeza para que no se molesten, confirma que toda la sardana de la soberanía es, esencialmente, en un gigantesco desfalco

El nacionalismo consuma así un expolio en dos tiempos. Primero fue el robo silente, el famoso 3%, aquel sistemático saqueo de CiU a todo lo que se movía. Como se trataba de un afano cometido entre los mejores de la familia, santificado además por el mismísimo padre de la patria --el molt honorable--, su ritual debía emular a los piadosos óbolos de las misas. La fe es bienvenida, pero para que una iglesia funcione es necesario nutrir el cepillo. Quieran los fieles o no. Periclitada esta fase con sus derivaciones judiciales, la cosa se ha puesto bronca. Ahora sacan la navaja parlamentaria y advierten: “Si no votas lo que queremos, no serás un buen catalán”. No se aprecian excesivas diferencias con los antiguos caciques andaluces.

Aplicando la lógica, la situación es pues diáfana: el cuento prístino de una república pacifista y llena de pajaritos, que fue la milonga coreada por los soberanistas en la última manifestación, no va a poder ser. No quieren al ejército español, pero no renuncian a crear unas fuerzas armadas comandadas por Trapero, la nueva estrella de esta temporada estival. Quedan claras dos cosas. Primera: a los independentistas se la suda todo, empezando por la ley, las personas, el sentido común y todos los demás atributos propios de los seres racionales. Para colmo, nos perdonan la vida. Y dos: no basta con quedarse quieto, como está haciendo Rajoy, esperando que la pantomima no se consume o naufrague. Hay que actuar.

No tanto por salvaguardar la unidad de España, que, como toda nación, no deja de ser una mera ficción histórica sostenida en el tiempo. La razón es más prosaica: su independencia es nuestro quebranto. Cataluña, en términos fiscales y económicos, es España. Los sentimientos son individuales, pero sólo existe una Hacienda Pública. Compartimos activos y pasivos. Si están dispuestos a meter la mano en la caja común, o directamente quieren llevarse un tercio de sus fondos, lo que buscan es quitarnos (a todos) la cartera. Da igual donde hayamos nacido. Ante un asalto de tal calibre no cabe más que una respuesta: parar a los atracadores. Sean quienes sean. Es una cuestión de autodefensa. Y también de principios: el fanatismo no construye paraísos. Fabrica cárceles. Y éste quiere hacerlo con nuestro dinero.