Los grandes aniversarios, además de autocomplacientes, son proclives a desmentir a sus propios organizadores. Ocurre en las celebraciones familiares y también con las efemérides políticas. El desafío independentista a la democracia española, que aunque insatisfactoria es mejor a cualquier distopía tribal conducida por los CDR, los célebres escuadrones del neofascismo catalanufo, recibió en su día desde distintas tribunas la denominación --feliz-de golpismo posmoderno, una expresión que Daniel Gascón, coordinador de la revista Letras Libres en España, convirtió en el título de un ensayo publicado por la siempre alerta editorial Debate.

La tesis parecía brillante: el golpe secesionista, que ignoraba la ley que dotaba de legitimidad a las instituciones autonómicas para fabular con un dominio particular y a la carta, parecía inaugurar una nueva forma de rebelión que era y al mismo tiempo no era, que proclamaba y se desmentía a sí misma, sin llegar a hacer nada por completo. Sin embargo, un año después del referéndum-pantomima los hechos ponen en duda esta visión (tan seductora como apresurada) de las cosas. En Cataluña ya no estamos ni ante una innovación política --para horror de los politólogos, obsesionados con la teoría pero incapaces de valorar el factor humano-- ni tampoco ante un golpismo de naturaleza líquida.

La insumisión del 1-O no fue ni ágil ni sutil. Ni siquiera podemos sostener a estas alturas que fuera ambigua, por más que entonces los independentistas proyectaran --ante la bisoñez del Gobierno de Rajoy-- su propaganda, hecha con esa mezcla de victimismo y egoísmo que tan buena imagen les había proporcionado históricamente.

A lo sumo, aquel golpe parlamentario --que más que pacífico podríamos calificar de cobarde si tenemos en cuenta que parte de sus instigadores huyeron de la justicia-- fue el preámbulo de una operación de desestabilización mayor tan obscenamente burda como primitiva. La semana del primer aniversario nos ha regalado algunas pruebas irrefutables de esta regresión. Desde la violencia mostrada por la cofradía de los lacitos en la infame manifestación contra los policías de la Jusapol, a Torra, el vicario de Napoleoncito, animando a la algarada callejera, preferiblemente con palos y piedras en vez de con las famosas sonrisas.

El simbólico intento de asalto al Parlament, encallado por la división en las filas independentistas, y el chantaje al Gobierno de Sánchez I, que es el único que todavía no quiere enterarse de qué va esta vaina, confirman que cualquier relativismo en esta cuestión no es sino un espejismo. Un deseo más que una realidad. Los dogmáticos esencialistas, por definición, no son --ni pueden ser-- posmodernos.

No hay pues nada etéreo ni mefistofélico en la estrategia del nacionalismo. Todo es muy concreto, terrestre y ancestral, aunque se disfrace de un falso barniz de modernidad que no podrán sostener infinitamente ni el diseño ni la propaganda. La cosa estuvo clara desde el principio. Los independentistas, que tanto hablan de sentimientos, ambicionan apropiarse de los tributos de todos. Su ideología, más que la propia de los revolucionarios avant la lettre, se parece a la de un notario, como confirmaron los asientos (contables) del cuaderno de Jové, el escribiente.

Su lucha nunca ha sido espiritual, sino material. Y sus métodos, como hemos podido contemplar hace unos días, son tan medievales como antaño. Detrás de la violencia financiada por las instituciones y el matonismo callejero, dos atributos que los nacionalistas comparten con los totalitarismos, no hay sino un trauma íntimo. Parte de su origen lo menciona Nora Catelli, la ensayista argentina, en la entrevista que hoy publicamos en #LetraGlobal: la incapacidad de ciertos sectores de la sociedad catalana para asumir --desde el respeto-- a los hijos de la inmigración. Al que es diferente a ellos.

Los secesionistas, que exhiben la mentalidad supremacista de los jefes de aldea, no aceptan --más de dos siglos después-- el elemento que caracteriza a la Cataluña actual: la diversidad de procedencia, origen, cultura, idiomas y creencias. Son estos factores los que convirtieron a Barcelona en representación de la contracultura durante el tardofranquismo y los albores de la restauración democrática.

Y son estos mismos elementos los que el soberanismo desea uniformizar bajo la bandera de una república que no existe y que, si algún día existiera, sería como Corea del Norte. Los nacionalistas no van a ganar. La razón es muy simple: la Cataluña que quieren imponer a todos no se parece a la real, que es hija del mestizaje, el comercio y el cosmopolitismo cultural. Un país que ama la libertad más que cualquier bandera y donde la ingeniería social, por fortuna, grita todos los días desde TV3 pero todavía no ha conseguido articular una mayoría política suficiente.