Juan Valdés, humanista del Renacimiento español y autor del Diálogo de la Lengua, escrito en 1533, sostenía que una de las causas de la “negligencia que tenemos en el escribir bien la lengua castellana es la ignorancia de la lengua latina”. Si conoces bien a los padres, muy probablemente conocerás también a sus hijos, y viceversa, aunque unos y otros sean individuos distintos. El rechazo de cualquier linaje familiar es una forma más de conocimiento, aunque sea antagónica a la devoción. Es sabido que el español, que es una realidad objetivamente distinta al castellano, porque acoge todas las múltiples formas de hablarlo y escribirlo, desde las variaciones peninsulares a las hablas transoceánicas, procede del latín y de la herencia, hermosamente viva, del griego clásico, junto a aportaciones léxicas del árabe y de otras culturas, como la sefardí.
Nuestro idioma está hecho gracias a un crisol de influencias, contaminaciones y decires, por recurrir a un arcaísmo clásico. Esto denota la soberana estupidez de los defensores del inexistente purismo. Si la cultura es mestizaje, el idioma es su instrumento. En el Congreso de la Lengua que esta semana se ha celebrado en Cádiz, sede sobrevenida tras el frustrado cónclave de Arequipa, se ha apelado al “encuentro de culturas”. Se ha defendido la concordia entre los 500 millones de hablantes de la lengua de Cervantes y de Sor Juana Inés de la Cruz. Y se han elogiado los vínculos culturales y sentimentales entre las dos orillas de lo que Carlos Fuentes, el novelista mexicano, denominó con la feliz expresión del territorio de La Mancha.
Palabras hermosas y (demasiados) lugares comunes. Deseos estériles. Los políticos, por supuesto, coparon el protagonismo durante la inauguración. Después, la atención mediática bajó de intensidad. La reunión dejó la foto del rey Felipe VI tocando en la plaza del Teatro Falla el cajón, un instrumento americano que ya es indistinguible, gracias a Paco de Lucía, del flamenco. Todo simpático, pero también insustancial. Estas reuniones se han convertido en un escaparate para los gobernantes sonámbulos, más que en citas con trascendencia cultural. Cuando la teatralidad manda, la sustancia mengua.
Igual que sucede en la alfombra roja de los festivales de cine, cada uno de los actores fue allí a hablar de lo suyo: el ayuntamiento gaditano –en manos de Adelante Andalucía, la CUP meridional– aprovechó la ocasión para presumir de las virtudes del acento de Levante, puro nacionalismo de minifundio; periodistas como Martín Caparrós, argentino, propusieron la idea –laus Deo– de sustituir el nombre de español por ñamericano, un término de su invención que esperamos que no prospere por su inequívoco afán revisionista y poscolonial.
El presidente de la Academia, Santiago Muñoz Machado, que es jurista, explicó –para sorpresa de muchos asistentes, especialmente los extranjeros– que el Estado, a excepción de unas levísimas menciones en la Constitución, no tiene competencias lingüísticas. Fueron transferidas en su día a las autonomías, alimentando, al cabo, la marginación del español en las regiones con gobiernos nacionalistas e independentistas, como Cataluña. Parece increíble, pero el español goza de muchísima más salud –y atención– en América que en la Península.
Vivimos en un absoluto delirio. Muchos lingüistas renuncian a investigar sobre el español de Cataluña –es un acento más junto al resto de variantes regionales y de ultramar– asumiendo el dogma de que el catalán es el único idioma natural de los catalanes. Mientras el Instituto Cervantes, cuya labor es tardía con respecto a otros países, como Reino Unido o Alemania, intenta expandir la influencia de nuestro idioma, en España el Estado mira para otro lado –por intereses políticos– ante la sostenida persecución institucional del español.
Como la ley electoral, esta es una reforma pendiente que nadie –hasta el momento– ha querido impulsar. Ni siquiera enunciar. Las lenguas cooficiales gozan de absoluto reconocimiento, recursos y protección. El español, en cambio, nunca ha sido una prioridad institucional para los grandes partidos políticos, al margen de la retórica de ocasión y la evidencia: tiene más hablantes que las demás, aunque sea un idioma secundario (con respecto al inglés) en términos económicos y tecnológicos. Crece en Europa, en Asia y en su ámbito histórico, que discurre desde Alaska al Cabo de Hornos, pero le cuesta penetrar en los foros profesionales de Estados Unidos, donde no siempre ha sido considerado un instrumento de comunicación útil y continúa siendo visto como una lengua propia de minorías.
Son factores suficientes para que fuera una prioridad del Estado. De ahí que no se entienda, salvo por las cesiones de la Santa Transición, o la ingenuidad malévola, la renuncia del Estado a ejercer unas mínimas políticas lingüísticas generales, al margen de las competencias tangenciales que tiene asignadas. La vieja idea de la normalización lingüística en España se ha convertido en una réplica de cupo vasco: en función del pasado se alimenta una discriminación que, además de no ser nada positiva, cuatro décadas después de la vigencia de la Carta Magna, se ha convertido en claramente inconstitucional y nociva para el interés general. El sentido original del concepto –explicó Muñoz Machado en Cádiz– es temporal, no permanente. Hace mucho tiempo que, por fortuna, hemos superado esa etapa.
El ardiente conflicto lingüístico en Cataluña –en Galicia o Euskadi este fenómeno, en cambio, es más pacífico o de inferior intensidad– es interesado, artificial y estúpido. Perjudica a muchos escolares y resta oportunidades a los alumnos, que tienen serias dificultades para escribir y expresarse en español, que también es una lengua propia. Los nacionalismos suelen insistir en que todos los españoles deberíamos considerar una riqueza lingüística la existencia del catalán (valenciano, en estrictos términos históricos), el gallego o el euskera, pero hacen todo lo posible, incluso incurrir en la ilegalidad sistemática, por orillar al español.
Nada nuevo. En 1952, el poeta Vicente Aleixandre participó en Segovia en un Congreso de Poesía, donde expuso este augurio: “Los catalanes no se contentarán con publicar sus libros en catalán, lo que es enteramente justo, sino que cuando llegue, si es que llega, la democracia querrán que toda la enseñanza en Cataluña se dé en catalán, y el castellano quede desplazado y se estudie sólo como un idioma más, igual que el francés. A esa desmembración lingüística me opondré siempre, como se opusieron Unamuno y Ortega en la República”.
Al contrario de lo que sostuvo en el Congreso de Cádiz la responsable del Institut d'Estudis Catalans, Teresa Cabré, en España el bilingüismo no es ninguna anomalía, sino una realidad social y un hecho educativo creciente desde 2004. Decir lo contrario es travestir la realidad: no existe ningún idioma que sea mejor que otro, pero algunas lenguas tienen muchos más hablantes que otras. Y el español, además de una lengua global, es un patrimonio común de todos los españoles y latinoamericanos. Incluso de todos aquellos que no quieren serlo.