El fallo del Planeta (pueden ustedes leer esta frase, queridos indígenas, en el sentido literal del término) me cogió escuchando Via con me de Paolo Conte. “It’s wonderful, it’s wonderful, it’s wonderful!”. Una pieza musical sofisticada, burlesca, inequívocamente cómica. Ideal para un momentum de tantísima trascendencia. Sólo presenta un inconveniente: la canta –y la toca– un hombre blanco, oficialmente heterosexual, de educación latina (del Piamonte; si fuera del Mezzogiorno sería aún peor) y con bigote. Asómbrense: todavía quedan dinosaurios de la vida que gastan baffi. Carmen Mola era viral antes de que terminase la tarantela. Incluso con anterioridad a que se revelase el misterio. Una tradición de la casa Planeta que, además de pagar molto bene, acostumbra a teatralizar, con la devota complicidad del auditorio, lo que deciden sus ejecutivos. Los que mandan.

Por supuesto, la literatura no tiene nada que ver con el galardón mejor dotado –disculpen de nuevo vulgaridad– de la industria editorial en español. Pensar otra cosa distinta sería como creer que la famosa república catalana existe: una perfecta idiotez. Que haya criaturas que lo digan no lo convierte en cierto, aunque sí certifica lo democrático y transversal que puede ser un delirio. Las reprobaciones que ha recibido en las redes –sin que nadie haya leído todavía su novela– la troika ganadora, formada por guionistas Jorge Díaz, Antonio Mercero y Agustín Martínez, tres hombres más cerca de la madurez que de la juventud (divino tesoro… efímero), escondidos bajo el pseudónimo planetario –la susodicha Mamen–, ha provocado el desagrado sostenido y la ira de determinados sectores sociales –activistas de todo, feministas de nada, una parte de la izquierda caviar y algún que otro despistado que pasaba por Twitter– porque, en contra de lo que establece lo políticamente correcto, que es el valor seguro ahora, han sido tres señoros, tres, los que se han llevado el millón de euros de recompensa, relegando a Paloma Sánchez-Garnica, la verdadera autora de la casa, a la condición de finalista. 

Las opiniones, por supuesto, son variadas, incluso absurdas, pero si existe un denominador común que identifica a estos indignados es la teoría de que los ganadores del Planeta –que hasta ahora publicaban en Alfaguara (Peguin Random House)– se han hecho pasar por una fémina para obtener su éxito. Sin duda, se trata de una indecorosa burla del heteropatriarcado, sea esto lo que sea. La grada está descontenta con Planeta, que no ha sido obediente a la ortodoxia de la nueva escolástica, cuyo catecismo no sólo dice que a igualdad de méritos –o sin ellos– una mujer debe ser premiada siempre antes que un hombre, sino que condena a la irrelevancia a quienes tienen la desgracia de nacer varones y cumplir años –estar vivos, en definitiva– porque, si ustedes no entienden esto es que no son humanos, venimos de “una cultura machista que ha invisibilizado sistemáticamente al sexo femenino” y, por tanto, tal injusticia [nota bene: léase esto sin ironía] exige “una rotunda, indiscutible y permanente reparación comunal”. 

Sucede, sin embargo, que aquí no hay caso. Básicamente porque lo que se juzga no es un libro, sino un lanzamiento editorial que, como cualquier otro acto propagandístico, tiene muy poco que ver con las convicciones personales y menos aún con la verdad. Sólo es un relato que responde a un interés. En este caso, comercial. Que tal controversia se desate en el marco (social) de la entrega de un premio de novela mejora todavía más el sainete hasta convertirlo en una obra maestra de la simulación. Ha sido insuperable. Quienes censuran a los ganadores por haberse cobijado bajo un nombre de mujer están en su derecho –todo el mundo puede tener su opinión, aunque no todas las opiniones merezcan crédito– pero desconocen no sólo la tradición del galardón creado por José Manuel Lara, aquel sevillano listo como el hambre que entró en Barcelona como legionario antes de comerse a todos los editores catalanes de su tiempo, sino la funcionalidad misma del arte de la ocultación –evitar problemas y salir favorecido– desde que el mundo es mundo. Incluso desde antes, porque el nombre mismo de Dios también se presta a muchos heterónimos y variantes. 

El Planeta premia una ficción destinada a las masas. Está construido con el mismo material de todas las fábulas ancestrales: mentiras, golpes de efecto, sobreentendidos, táctica, medias verdades, técnica, trucos y un sentido dramático imposible. Todo en él es simulacro. La editorial finge que el galardón no está amañado. El jurado interpreta que su opinión cuenta. Los periodistas simulan que no conocen el nombre del afortunado hasta la cena de gala y las autoridades, desde el Rey al famoso concejal de El Pedroso, pueblo de origen del antiguo patrón, representan en público una cordialidad falsa. Hasta el montante oficial del galardón, incrementado este año para ser repartido entre los tres señoros (insistimos aquí en el lenguaje del feminismo sensible con la otredad masculina) es mentira. Hacienda se lleva la mitad. 

Esperar que Carmen Mola fuera realmente Carmen Mola, ustedes perdonen, es una estupidez propia de lerdos. Paloma Sánchez-Garnica, la finalista, hizo exactamente lo mismo: se presentó al concurso con el nombre (fingido) de Yuri Zhivago, el médico y poeta de la novela de Boris Pasternak. De nuevo, otro señoro con bigote, aunque en su defensa –es pertinente hacerla para evitar la lapidación inmediata, aunque se trate de un personaje de ficción– debemos puntualizar que tenía una sensibilidad muy femenina porque (las feministas asumen en este punto la versión oficial del patriarcado) escribir versos nunca ha sido considerado un rasgo varonil, sino una fatídica desviación de la norma primitiva. Ya se sabe: lo peor que le pueden decir a uno en esta vida es que es un pedazo de poeta

¿Acaso no podían hacer este ejercicio de ocultación los tres guionistas del Planeta? ¿Por qué quienes defienden que la biología es discutible (y en consecuencia reversible) niegan a los ganadores del premio el derecho a elegir su identidad? ¿Desde cuándo los ofendiditos tienen la prerrogativa de suspender el pacto ficcional? Todas las fábulas del mundo se sustentan en este cimiento: el acuerdo entre lector y autor merced al cual el primero acepta como ciertos los hechos de una narración a sabiendas de que en ningún momento lo son. 

Mi compadre Ramón (de España) tiene escrito en Letra Global que Carmen Mola “factura thrillers fascinantes, absorbentes y durísimos que convierten Madrid en un escenario del horror tan eficaz como Londres, Nueva York, Estocolmo o Reikiavik”. Para mí, su juicio es oro. Así que este año sí leeremos el Planeta mientras el coro de plañideros y plañideras (repárese en la duplicación inclusiva) se escandaliza, asombrado, por la naturaleza de las mentiras. Que Dios se apiade de su santa indignación: lo van a pasar mal tanto en esta vida (llena de simulacros) como en la siguiente (que es una mera suposición). Son tan vanidosos y egocéntricos al exigir que la realidad enaltezca su compromiso ante todas las injusticias seculares que ya no confían en otros engaños que no sean los suyos. Es el signo de estos tiempos cómicos. Lo vemos cada vez más: gente que no tolera el humor –ni los cuentos basados en la fantasía– porque son incapaces de mirarse al espejo, ese artefacto del diablo que destroza ogni mattina el idealismo de sus propias ensoñaciones.