Pablo Llarena y Carles Puigdemont son los dos grandes problemas de Cataluña, cada uno en su especialidad. Compararlos en su respectivo grado de responsabilidad sería anatema, porque no lo tienen, como no tienen la misma fuerza para hacer realidad sus planes. El uno tiene todo un Estado detrás, el otro la calle, la media calle que le corresponde al independentismo. Pero los dos dan síntomas inequívocos de ser irreductibles en sus posiciones, inflexibles en su camino, campeones de sus bandos.

El juez del Supremo lo verbalizó al otro día en petit comité tras el acto judicial presidido por su Rey: haremos desde la ley lo que no supieron hacer los políticos. Así que confirmó la sospecha de la voluntad de los jueces de suplir al Gobierno y de paso asestó un golpe bajo al pobre Mariano Rajoy, al desconcertado Pedro Sánchez y al impaciente Albert Rivera en su incompetencia clamorosa en la cuestión catalana. Una mala noticia que aleja cualquier solución civilizada hasta más allá del cumplimiento del recorrido judicial completo de todos los dirigentes procesados. Llarena quiere ser el salvador de la unidad de España, el nuevo Cid.

Llarena quiere ser el salvador de la unidad de España, el nuevo Cid

El expresidente y ahora diputado de JxCat tiene un plan evidente: aprovechar para si mismo el tirón mediático de su enfrentamiento con la justicia española y el aprovechamiento de los errores judiciales que le insuflan una vida política tras otra. Ni quiere ser presidente ni quiera que lo sea nadie para mantener intacto el brillo de su legitimismo y su condición de líder errante del independentismo. El lunes, su estrategia personalista será más fuerte que la semana pasada. Puigdemont quiere ser leyenda viva del procés, una versión frívola del cauto Tarradellas.

Ninguno de los dos sirve para nada ahora mismo para solucionar el principal problema de Cataluña: la restitución de la Generalitat y la formación de un gobierno de los catalanes que trabaje en la reconciliación de las dos Cataluñas movilizadas en direcciones contrarias. Para esto no son actores positivos, pero seguramente algo van a lograr.

Llarena, en su versión libre de la ley y bien secundado por la Audiencia Nacional, le puede ocasionar al gobierno del PP más dificultades que todos los másters de Cifuentes y toda la corrupción de sus colegas juntos al cargarlo con la etiqueta del autoritarismo galopante ante toda Europa y además presentarlo como un fofo ante el empuje visceral de Ciudadanos.

Puigdemont quiere ser leyenda viva del procés, una versión frívola del cauto Tarradellas

Puigdemont, instalado en su república y en su liderazgo intransigente, aspira a mandar a la papelera de la historia a sus antiguos amigos de ERC, totalmente huérfanos de línea política, abrazados a la veteranía de Ernest Maragall a quien escuchan mucho más de lo que nunca le escuchó el PSC. De paso, el diputado está torpedeando a sus colegas del PDeCAT para impedir una resurrección que impidiera la conformación de su propia plataforma política.

Esto pinta mal. Las togas cierran el paso a la recuperación de cierta normalidad y son inasequibles al poder ejecutivo, mientras los candidatos a leyenda saben sacar provecho de la debilidad de los partidos independentistas. La hipótesis electoral vuelve a ganar enteros, salvo que a última hora, los temerosos dirigentes republicanos se armen de valor para llevarle la contraria al expresidente o los desaparecidos neoconvergentes se rebelen contra su triste destino.