Desde hace un par de años, como consecuencia de su conocida y lamentable falta de ejemplaridad, se viene discutiendo la posibilidad de que el rey emérito pueda ser juzgado por comportamientos privados que puedan ser considerados delitos de carácter tributario. Como se sabe, el art. 56.3 declara que “la persona del Rey es inviolable y no está sujeta a responsabilidad”. Después de su abdicación (2014), Juan Carlos I solo cuenta con aforamiento ante el Tribunal Supremo (TS), por lo que la polémica se suscita sobre si la inviolabilidad es aplicable solo a los actos públicos del jefe del Estado o si también puede proteger la vida privada llevada durante su mandato.   

Para empezar, es preciso recordar que los hipotéticos delitos se habrían mantenido después de la abdicación en 2014, momento en el que el rey emérito deja de ser inviolable. Por el momento, parece que el Ministerio Fiscal no tiene interés en presentar acciones penales a partir de las regulaciones fiscales realizadas, pero creo que no habría objeción técnica a un posible procesamiento.

Sobre lo aquí discutido, en cualquier caso, adelantaré mi postura: la inviolabilidad del art. 56.3 CE no solo cubre sus actos de la vida privada, sino que, entendida de forma sistemática, encuentra precisamente su sentido fuera de las funciones constitucionales que los arts. 56.1, 62 y 63 CE atribuyen al jefe del Estado. Esta es una posición impopular, debido a la secular lucha contra las inmunidades que abandera el constitucionalismo y al tiempo político regenerador que nos ha tocado vivir. Sin embargo, defender la Norma Fundamental pasa por respetar, dentro del clásico juego de la interpretación, el sentido formal y material de sus disposiciones: si tal sentido no es satisfactorio para la sociedad y las Cortes Generales, entonces será necesario reformarla.  

Digo esto, porque en mi opinión el constituyente entendió que la inviolabilidad del jefe del Estado era totalmás allá de la dualidad de actos referida: el art. 56.3 CE no sufrió ninguna enmienda ni en el Congreso ni en el Senado, pese a que algunas voces externas (por ejemplo, el penalista Enrique Gimbernat) advertían en artículos periodísticos sobre la hipótesis de un “rey violador o asesino”. Este ha sido y sigue siendo, creo, el parecer de la mayoría de los manuales de derecho constitucional que se enseña en España.

Al margen de la exegesis originalista, considero que hay otra razón de peso para entender la inatacabilidad jurídica de forma absoluta para el jefe del Estado. Suele olvidarse en juicios apresurados que el Rey no solo es inviolable, sino que es lógicamente irresponsable porque todos sus actos “públicos” son debidos, es decir, materialmente son realizados por otro órgano. En una democracia parlamentaria “el rey reina, pero no gobierna”, señalaba el famoso aforismo de Thiers. Ese es el motivo por el que sus decisiones van acompañadas del refrendo del presidente del Gobierno, la presidencia del Congreso y los ministros. Por lo tanto, asociar la inviolabilidad solo a funciones constitucionales es un pleonasmo jurídico que ignora la complejidad institucional de la Corona y la monarquía parlamentaria.

Pero imaginemos –a domine- que, como en otros sistemas republicanos, el jefe del Estado pudiera ser juzgado civil o penalmente por actos de su vida privada. Incluso sancionado administrativamente. Ningún rey no ejemplar podría mantenerse en su puesto tras un escándalo de tal magnitud, por lo que parece obvio que en tal caso habría que establecer una posible abdicación legal, como creo que preveía la Constitución francesa de 1791 y ahora lo hace el Instrumento de Gobierno de Suecia. La abdicación legal –una especie de impeachment- supondría que las Cortes Generales podrían cesar al jefe del Estado por incumplimiento de sus obligaciones, presentándose tal cese como la consecuencia democrática de la crisis política y constitucional desencadenada. Algunos dirán que en la Constitución ya existe una especie de abdicación legal: el art. 59.2 CE prevé la inhabilitación del jefe del Estado. Sin embargo, dicha inhabilitación está prevista –creo que en esto también hay bastante consenso académico- para situaciones relacionadas con la salud.

Más allá de estas puntualizaciones técnicas, el lector se puede hacer cargo de la inestabilidad que provocaría un rey descubierto jurídicamente por el flanco de su vida privada: resultaría muy sencillo ir a un tribunal para juzgar no al jefe del Estado, sino a la propia Corona, al margen de las garantías procesales que puedan establecerse. “Republicanizar” una institución hereditaria es una actitud noble pero fútil si no se comprenden las reglas políticas de la monarquía parlamentaria en su conjunto. Quizá por ello, y porque convendría mantener un núcleo compartido de Constitución mientras sea una norma vigente, sería más trasparente desplazar la polémica hacia el debate que la subyace: si España tiene que ser parlamentaria o presidencialista.