La pugna por el relato que se está desarrollando en el Tribunal Supremo se parece mucho a una guerra de intoxicación. No hay nada nuevo en las declaraciones de los testimonios, salvo que sus versiones son planteadas de corrido, gracias a las preguntas amigas de la acusación o la defensa, expresadas sin interferencias periodísticas objetivas o interesadas;  y toda historia gana fuerza cuando es contada en estas condiciones tan favorables.

Luego ya viene la parte contraria a buscar la contradicción, pero siempre es tarde porque el mensaje ya ha sido colocado por los prescriptores de uno u otro bando. Otra cosa muy diferente es que cada una de estas visiones explique por ella sola todo lo que sucedió durante el procés, ni mucho menos que se acerque a la verdad absoluta, porque seguramente la verdad de lo sucedido solo está en el conjunto y tal vez ni así.

La realidad de lo juzgado es compleja y podrían resultar ciertos, o como mínimo demostrables, extremos opuestos. Podría ser perfectamente compatible que el tribunal apreciara, por ejemplo, el incumplimiento por parte de los Mossos del auto del TSJC que ordenaba impedir la celebración del referéndum prohibido, como pretende la Fiscalía, y que un juez condenara a unos cuantos agentes de policía o guardia civil por el uso exagerado e indebido de la fuerza en su actuación el 1-O, como vienen denunciando los acusados. Una cosa no niega ni justifica la otra y todo está por ver, todavía.

La intoxicación se presenta casi como inevitable. El Estado quiere situar la vista en la sedición o rebelión, por eso mueve el foco en dirección a la deslealtad de la policía autonómica, “una farsa”, dijo el teniente coronel Pérez de los Cobos, y a la supuesta violencia de la calle independentista. Las defensas, por su parte, pretenden sentar al Estado en el banquillo, apelando permanentemente a la acción policial ante los colegios electorales. En esta batalla por centrar su objetivo, no dudan en aplicar criterios de valoración diferentes para generalizaciones similares.

Así, los sucesos de mayor o menor violencia protagonizados por personas sin identificar no comprometen nunca al conjunto del independentismo, siempre calificado de pacífico; mientras que los excesos de los agentes de policía en 30 escenarios siempre arrastran al conjunto de las fuerzas y cuerpos de seguridad, incluso a todo el Estado, a ser valorado como represivo. Y al revés funciona exactamente igual de sencillo. El uso de la fuerza policial forma parte de una “exquisita” manera de mantener la convivencia, mientras que las acciones puntuales de unos cientos determinan la voluntad rebelde de todo el movimiento soberanista.

La pérdida de ecuanimidad y de prudencia es absoluta, proporcional, seguramente, al grado de alineamiento imperante. Podría ser que Cataluña no sea el país de Gandhi, pero tampoco el de masas desmelenadas atacando a la policía con botes de Fairy y artes marciales. Habiendo vivido lo que hemos vivido, sorprende que sorprenda la existencia de otras versiones a las mantenidas por uno mismo o que la formulación de relatos alternativos pueda ser interpretada automáticamente como expresión del carácter miserable del emisor.

Las vistas orales son tiovivos emocionales, dicen los expertos. Unas sesiones son estupendas para las defensas y otras lo son para las acusaciones. Esta semana ha sido muy difícil para los acusados, probablemente tendrán días mejores. No es lógico pretender sacar conclusiones jornada a jornada por el énfasis de un testigo o el desacierto de un letrado o un fiscal, ni tampoco reducirlo todo a la aplicación de la más elemental vara de medir de todos los tiempos: los míos, siempre dicen la verdad; los otros, son unos mentirosos compulsivos.