Pensamiento

Independentismo guay

22 febrero, 2014 11:39

En noviembre pasado tuve la oportunidad de asistir a un debate sobre la secesión organizado por el Departamento de Inglés de la Escuela Oficial de Idiomas y la American Society. Resultó instructivo, interesante y, sobre todo, exótico. Juzguen si no lo anómalo de que el único debate de este tipo del que he tenido noticia se desarrolle en inglés, que el ponente encargado de defender las tesis contrarias al secesionismo se llame Joan Llorach Mariné y que su oponente, por el contrario, sea Salvador García Ruiz. Aunque lo más original es el mismo hecho de su convocatoria. En este asunto que se diría que conmociona al pueblo catalán, un debate como éste resulta sorprendentemente excepcional, a menos que se produzca en los medios controlados por el poder y convenientemente amañado para que gane el secesionismo. Aunque, bien mirado, no es tan raro porque la misma ausencia de debate público ha caracterizado las sucesivas conquistas del nacionalismo, como la cuestión de la lengua, sin ir más lejos.

Ese es el perfil del independentista guay, posmoderno, leve, de pensamiento débil pero agresivo. Su lecho ideológico, sin embargo, está tejido con urdimbres demasiado confusas

Original fue también la puesta en escena. Joan Llorach desarrolló una presentación impecable. Expuso argumentos de orden jurídico, económico, histórico e incluso afectivo contra la secesión y lo hizo con brillantez y humor. Pero, llegado el turno de su contrario, nos esperaba una sorpresa porque empezó por decir que no iba a exponer argumentos, porque "yo –dijo– sería 'independentista' aunque no hubiera razón alguna para serlo". Resultó algo decepcionante que, a guisa de preámbulo, quien se había prestado a participar en un debate de esa naturaleza se blindara contra todo razonamiento y se refugiara en lo emocional, donde no cabe discusión ni diálogo alguno.

Salvador García es un joven profesional con un currículo lucido, cercano a la ANC (un buen número de cuyos simpatizantes daba calor a la sala) y recientemente incorporado al Consejo de Redacción del diario Ara. Su rompedora introducción nos reservaba aún otra sorpresa porque dio en afirmar que él no era nacionalista (llegado este punto, empezó a parecerme uno de esos miembros de Súmate que no se arredran por mezclar churras con merinas y que afirman, sin pudor intelectual alguno, que son españolistas pero 'independentistas').

Pero no, Salvador García seguía un guion cuidadosamente estudiado: no iba a entrar en la incómoda discusión de las razones, reducía la cuestión a un factor de voluntad ('porque quiero, porque queremos'), pretendía quitarse de encima la pesada losa de un nacionalismo cuyo rancio tufillo y cuyas bases ideológicas son muy poco atractivos, muy poco 'modernos' (amén de difíciles de justificar), y dejaba enjaretado así el debate para conducirlo a su propio terreno. 'Es posible que haya muy buenas razones contra la secesión, pero el caso es que la queremos y, ¿habrá algo más democrático que consultar qué es lo que los catalanes quieren?' En ese contexto, negarse a 'la consulta' suena totalmente antidemocrático y reaccionario, tanto que, pese a estar bien convencido, yo mismo no puedo evitar sentir cierto malestar, cierto estremecimiento de conciencia. Así de bien urdida está la jugada.

Cada cual es bien libre de aspirar a lo que sea. Pero, por favor, nada de suficiencias ni de mirar por encima del hombro a los demás. No vale utilizar chantajes emocionales levantados sobre la base de sofismas. Lo siento, pero hay que argumentar

Ese es el perfil del independentista guay, posmoderno, leve, de pensamiento débil pero agresivo. Su lecho ideológico, sin embargo, está tejido con urdimbres demasiado confusas. Dejando aparte la petición de principio que encierra el llamado 'derecho a decidir', que analizó brillantemente José A. Noguera no ha mucho (La paradoja de la autodeterminación), o la imposibilidad de tal derecho (léase a Juan José Miguélez), la posición del secesionista posmoderno sólo es coherente en la medida en que acepte el supuesto derecho a decidir como un absoluto. Es decir, si L’Hospitalet, por decir algo, quiere organizar una consulta para votar su propia independencia (o su propia regulación del aborto o de su 'balanza fiscal', si la hubiere) debe poder hacerlo y su voluntad debe ser respetada. Obsérvese que otro tanto ocurriría con aquellos catalanes que desearan seguir siendo "tan españoles como catalanes". Si no es así, si no se acepta la universalidad del derecho, la supuesta 'modernidad' de este neosecesionismo se deshace como un azucarillo en el café caliente del nacionalismo. En suma, o el 'derecho a decidir' es la expresión de la mera voluntad de cualesquiera individuos o grupos, o hay que restringirlo a los pueblos o naciones históricamente determinados, es decir, entidades predemocráticas, es decir, nacionalismo puro y duro, con toda su caspa.

Ocurre aquí como en la aplicación del 'derecho de autodeterminación', cuyo problema fundamental estriba en la delimitación del sujeto –¿quién tiene derecho a autodeterminarse?–. La única salida consiste en la asunción de que hay una entidad con existencia propia anterior a toda decisión, 'natural', por decirlo así, a la que correspondería por razones tal vez igualmente 'naturales' o de carácter histórico el ejercicio de ese derecho. Por consiguiente, el nacionalismo es una carga que acompaña inevitablemente al secesionismo y no hay otra forma de librarse de ella que universalizar el derecho, con lo cual deja de tener interés.

Cada cual es bien libre de aspirar a lo que sea. No voy a ser yo quien niegue a Salvador Garcia su derecho a desear la secesión y a esforzarse por la realización de su anhelo pero, por favor, nada de suficiencias ni de mirar por encima del hombro a los demás, presumiendo de un plus de legitimidad democrática por el hecho de fingir que todo se reduce al ejercicio de la libre voluntad de las personas. No hay tal. Y, sobre todo, nada de trucos. No vale utilizar chantajes emocionales levantados sobre la base de sofismas. Lo siento, pero hay que argumentar. De modo que de ‘independentismo guay’, ¡Nanay!