La mitad de la mitad. De este modo zanjaba un amigo el debate familiar sobre el número de asistentes a la manifestación de la Diada del pasado miércoles. Se basaba en que si dos millones apoyan supuestamente la autodeterminación y la mitad de ellos participó en concentraciones anteriores, los seiscientos mil de este año constituyen, precisamente, eso: la mitad de la mitad. En cualquier caso, el número que ha certificado en la edición presente la Guardia Urbana reduce en un 40% la participación en el fasto independentista. Ignoro si ha sido el señor Batlle quien se ha ocupado de la contabilidad o si la señora Colau ha asumido personalmente el recuento pero, vistas las imágenes aéreas que nos sirvieron las televisiones, malicio que el redondeo al alza es, con toda probabilidad, obra de la irresoluta alcaldesa. De todos modos, se trata de un número demasiado elevado como para no ser tomado en la consideración que merece, y la lectura que se haga del acto debe constatar, por lo tanto, que la reivindicación subsiste. Pero cabe apreciar también el hartazgo de la mitad que se abstuvo de acudir, a pesar del obstinado arresto y la presión ejercida por las entidades convocantes que, asistidas por los grupos de comunicación afines, intentaron salvar los muebles de un procés que, muy a pesar de los convocantes, languidece. Las expresiones de los líderes secesionistas eran elocuentes al respecto.

La novedad de este año reside, sin embargo, en dos aspectos que no conviene pasar por alto: el primero es que los manifestantes no se han contentado con arremeter contra las instituciones del Estado, sino que han situado también en su punto de mira a las fuerzas políticas concernidas y a ciertas instancias de la Generalitat. El explosivo discurso de la presidenta de la ANC no ofreció dudas sobre el particular. El segundo, y no menor, es la mutación de la Diada, que de fiesta de exaltación catalanista aglutinadora de un amplio porcentaje de la población ha pasado a convertirse en el despecho del secesionismo excluyente: en el 11 de septiembre ya no cabe todo el mundo, y pronto no tendrán cabida tampoco algunos de quienes tan irresponsablemente han llevado el país a la situación presente. Puestos a dividir, los contumaces instalados en el unilateralismo abominan ahora de los pragmáticos que, por fin, han descubierto que la hoja de ruta de la que tan orgullosos se mostraron en su día no pasa de ser el rumbo de un viaje a ninguna parte. Llama la atención que los concentrados reclamasen hasta el empacho la unidad de las fuerzas políticas concernidas, cuando las intervenciones de la señora Paluzie o del propio presidente vicario no hicieron sino abonar las posiciones más irreductibles. Tanto como las soflamas que parten sin tregua de Waterloo y que contienen munición de un calibre suficiente como para incendiar los debates públicos y privados que cada día que pasa fracturan en mayor medida la sociedad catalana.

El siguiente episodio se anuncia para dentro de un mes, si antes la incomparecencia del señor Torra ante el Tribunal Superior de Justicia de Cataluña, procesado por desobediencia, no les sugiere argumentos suficientes para seguir enardeciendo a la feligresía. Dando por descontado el rigor de la sentencia que la Sala segunda del Tribunal Supremo dará a conocer, con toda probabilidad, en octubre, los postulantes de la pretendida República aseguran estar dispuestos a poner el país patas arriba y proceder, esta vez sí, a declarar unilateralmente la independencia y promover otro momento histórico capaz de lograr que el mundo nos mire.

Quienes deberían observar cuanto ocurre --y con mucha precaución, por cierto-- son aquellos que tienen la obligación de forjar en España un Gobierno sólido, capaz de afrontar con eficacia la que se nos viene encima: una gota fría, una tormenta perfecta en la que concurren la recesión económica de la que el señor Draghi ya ha advertido, las indeseables repercusiones del Brexit, y el momentum de imprevisibles consecuencias que los secesionistas preparan en Cataluña. Parece mentira que el señor Sánchez no haya considerado la posibilidad de una gran coalición, al estilo de las que han garantizado el equilibrio en Alemania. Hace bien el presidente en funciones al negarse a incorporar a Unidas Podemos al Consejo de Ministros, pero yerra cuando no ensaya junto al señor Casado la construcción de un gabinete compartido con los populares, susceptible de dar respuesta solvente a los acontecimientos que están a punto de precipitarse. No es momento ahora de someter al país a nuevas incertidumbres y componendas. Si lo que los sondeos pronostican, en el supuesto de que nos veamos abocados a votar de nuevo, es el fortalecimiento tanto del PSOE como del PP, para qué esperar, si juntos ya suman el suficiente número de escaños para una investidura que podría aglutinar, además, a otros grupos parlamentarios. Estamos a tiempo, todavía.